La lucha antiimperialista no tiene fronteras

10/10/2004

En ocasià³n del aniversario de la caida en combate de Ernesto Che Guevara

Fragmentos del discurso en el Segundo Seminario Econà³mico de Solidaridad Afroasiática. Argel. 24 de febrero de 1965

Nosotros no empezamos la carrera que terminará en el comunismo con todos los pasos previstos, como producto là³gico de un desarrollo ideolà³gico que marchará con un fin determinado. Las verdades del socialismo, más las crudas verdades del imperialismo, fueron forjando a nuestro pueblo y enseñándole el camino que luego hemos adoptado conscientemente. Los pueblos de Africa y de Asia que vayan a su liberacià³n definitiva deberán emprender esa misma ruta; la emprenderán más tarde o más temprano, aunque su socialismo tome hoy cualquier adjetivo definitorio.

No hay otra definicià³n del socialismo, válida para nosotros, que la abolicià³n de la explotacià³n del hombre por el hombre. Mientras esto no se produzca, se está en el perà­odo de construccià³n de la sociedad socialista y, si en vez de producirse este fenà³meno, la tarea de la supresià³n de la explotacià³n se estanca o, aún, retrocede en ella, no es válido hablar siquiera de la construccià³n del socialismo.

Sin embargo, el conjunto de medidas propuestas no se puede realizar unilateralmente. El desarrollo de los subdesarrollados debe costar a los paà­ses socialistas, de acuerdo. Pero tambià©n deben ponerse en tensià³n las fuerzas de los paà­ses subdesarrollados y tomar firmemente la ruta de la construccià³n de una sociedad nueva -pà³ngasele el nombre que se le ponga- donde la máquina, instrumento de trabajo, no sea instrumento de explotacià³n del hombre por el hombre. Tampoco se puede pretender la confianza de los paà­ses socialistas cuando se juega al balance entre el capitalismo y el socialismo, y se trata de utilizar ambas fuerzas como elementos contrapuestos para sacar de esa competencia determinadas ventajas. Una nueva polà­tica de absoluta seriedad debe regir las relaciones entre los dos grupos de sociedades. Es conveniente recalcar, una vez más, que los medios de produccià³n deben estar preferentemente en manos del Estado, para que vayan desapareciendo gradualmente los signos de la explotacià³n.

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Otro de los difà­ciles problemas a resolver es el de la conquista de la tà©cnica. Es bien conocido de todos la carencia de tà©cnicos que sufrimos los paà­ses en desarrollo. Faltan instituciones y cuadros de enseñanza. Faltan a veces la real conciencia de nuestras necesidades y la decisià³n de llevar a cabo la polà­tica de desarrollo tà©cnico cultural e ideolà³gico a la que se asigne una primera prioridad.

En el aspecto econà³mico, necesitamos vencer el camino del desarrollo con la tà©cnica más avanzada posible. No podemos ponernos a seguir la larga escala ascendente de la humanidad desde el feudalismo hasta la era atà³mica y automática, porque serà­a un camino de ingentes sacrificios y parcialmente inútil. La tà©cnica hay que tomarla donde està©; hay que dar el gran salto tà©cnico para ir disminuyendo la diferencia que hoy existe entre los paà­ses más desarrollados y nosotros. Esta debe estar en las grandes fábricas y tambià©n en una agricultura convenientemente desarrollada y sobre todo, debe tener sus pilares en una cultura tà©cnica e ideolà³gica con la suficiente fuerza y base de masas como para permitir la nutricià³n continua de los institutos y los aparatos de investigacià³n que hay que crear en cada paà­s y de los hombres que vayan ejerciendo la tà©cnica actual y que sean capaces de adaptarse a las nuevas tà©cnicas adquiridas.

Estos cuadros deben tener una clara conciencia de su deber para con la sociedad en la cual viven; no podrá haber una cultura tà©cnica adecuada si no está complementada con una cultura ideolà³gica. Y, en la mayorà­a de nuestros paà­ses, no podrá haber una base suficiente de desarrollo industrial, que es la que determina el desarrollo de la sociedad moderna, bienes de consumo más imprescindibles y una educacià³n adecuada.

Hay que gastar una buena parte del ingreso nacional en las inversiones llamadas improductivas de la educacià³n y hay que dar una atencià³n preferente al desarrollo de la productividad agrà­cola. Esta ha alcanzado niveles realmente increà­bles en muchos paà­ses capitalistas, provocando el contrasentido de crisis de superproduccià³n de invasià³n de granos y otros productos alimenticios o de materias primas industriales provenientes de paà­ses desarrollados, cuando hay todo un mundo que padece hambre y que tiene tierra y hombre suficientes para producir varias veces lo que el mundo entero necesita para nutrirse.

La agricultura debe ser considerada como un pilar fundamental en el desarrollo y, para ello, los cambios de la estructura agrà­cola y la adaptacià³n a las nuevas posibilidades de la tà©cnica y a las nuevas obligaciones de la eliminacià³n de la explotacià³n del hombre, deben constituir aspectos fundamentales del trabajo.

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No se puede abandonar el desarrollo a la improvisacià³n más absoluta; hay que planificar la construccià³n de la nueva sociedad. La planificacià³n es una de las leyes del socialismo y sin ella no existirà­a aquel. Sin la planificacià³n correcta no puede existir una suficiente garantà­a de que todos los sectores econà³micos de cualquier paà­s se liguen armoniosamente para dar los saltos hacia adelante que demanda esta à©poca que estamos viviendo.

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Desde que los capitales monopolistas se apoderaron del mundo, han mantenido en la pobreza a la mayorà­a de la humanidad repartià©ndose las ganancias entre el grupo de los paà­ses más fuertes. El nivel de vida de estos paà­ses está basado en la miseria de los nuestros; para elevar el nivel de vida de los pueblos subdesarrollados, hay que luchar pues, contra el imperialismo. Y cada vez que un paà­s se desgaja del árbol imperialista, se está ganando no solamente una batalla parcial contra el enemigo fundamental, sino tambià©n contribuyendo a su real debilitamiento y dando un paso hacia la victoria definitiva.

No hay fronteras en esta lucha a muerte; no podemos permanecer indiferentes frente a lo que ocurre en cualquier parte del mundo; una victoria de cualquier paà­s frente al imperialismo es una victoria nuestra, asà­ como la derrota de una nacià³n cualquiera es una derrota para todos. El ejercicio del internacionalismo proletario es no sà³lo un deber de los pueblos que luchan por asegurar un futuro mejor; además, es una necesidad insoslayable. Si el enemigo imperialista, norteamericano o cualquier otro, desarrolla su accià³n contra los pueblos subdesarrollados y los paà­ses socialistas, una là³gica elemental determina la necesidad de la alianza de los pueblos subdesarrollados y de los socialistas; si no hubiera ningún otro factor de unià³n, el enemigo común debiera constituirlo.

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Los estados en cuyos territorios se emplazan las nuevas inversiones (de los paà­ses socialistas NDR) tendrà­an todos los derechos inherentes a una propiedad soberana sobre los mismos sin que mediare pago o crà©dito alguno, quedando obligados los poseedores a suministrar determinadas cantidades de productos a los paà­ses inversionistas, durante determinada cantidad de años y a un precio determinado.

Es digna de estudiar tambià©n la forma de financiar la parte local de los gastos en que debe incurrir un paà­s que realice inversiones de este tipo. Una forma de ayuda que no signifique erogaciones en divisas libremente convertibles, podrà­a ser el suministro de productos de fácil venta a los gobiernos de los paà­ses subdesarrollados, mediante crà©ditos a largo plazo.

Si se pudiera llegar a una efectiva realizacià³n de los puntos que hemos anotados, y además, se pusiera al alcance de los paà­ses subdesarrollados toda la tecnologà­a de los paà­ses adelantados, sin utilizar los mà©todos actuales de patentes que cubren descubrimientos de unos u otros, habrà­amos progresado mucho en nuestra tarea común.

Creemos que el camino actual está lleno de peligros, peligros que no son inventados ni previstos para un lejano futuro por una mente superior, son el resultado palpable de las realidades que nos azotan. La lucha contra el colonialismo ha alcanzado sus etapas finales pero, en la era actual, el status colonial no es sino una consecuencia de la dominacià³n imperialista. Mientras el imperialismo exista, por definicià³n, ejercerá su dominacià³n sobre otros paà­ses; esa dominacià³n se llama hoy neocolonialismo.

El neocolonialismo se desarrollà³ primero en Sur Amà©rica, en todo un continente, y hoy empieza a hacerse notar con intensidad creciente en Africa y Asia. Su forma de penetracià³n y desarrollo tiene caracterà­sticas distintas: una, es la brutal que conocimos en el Congo. La fuerza bruta, sin consideraciones ni tapujos de ninguna especie, es su arma extrema. Hay otra más sutil: la penetracià³n en los paà­ses que se liberan polà­ticamente, la ligazà³n con las nacientes burguesias autà³ctonas, el desarrollo de una clase burguesa parasitaria y en estrecha alianza con los intereses metropolitanos apoyados en un cierto bienestar o desarrollo transitorio del nivel de vida de los pueblos, debido a que, en paà­ses muy atrasados, el paso simple de las relaciones feudales a las relaciones capitalistas significa un avance grande, independientemente de las consecuencias nefastas que acarrean a la larga para los trabajadores.

El neocolonialismo ha mostrado sus garras en el Congo; à©se no es un signo de poder sino de debilidad; ha debido recurrir a su arma extrema, la fuerza como argumento econà³mico, lo que engendra reacciones opuestas de gran intensidad. Pero tambià©n se ejerce en otra serie de paà­ses de Africa y de Asia en forma mucho más sutil y se está rápidamente creando lo que algunos han llamado la sudamericanizacià³n de estos continentes, es decir, el desarrollo de la burguesà­a parasitaria que no agrega nada a la riqueza nacional que, incluso, deposita fuera del paà­s, en los bancos capitalistas, sus ingentes ganancias mal habidas y que pacta con el extranjero para obtener más beneficios, con un desprecio absoluto por el bienestar de su pueblo.

Nuestros pueblos, por ejemplo, sufren la presià³n angustiosa de bases extranjeras emplazadas en su territorio o deben llevar el pesado fardo de deudas externas de increà­ble magnitud. La historia de estas taras es bien conocida de todos: gobiernos tà­teres, gobiernos debilitados por una larga lucha de liberacià³n o el desarrollo de las leyes capitalistas del mercado, han permitido la firma de acuerdos que amenazan nuestra estabilidad interna y comprometen nuestro porvenir.

Es la hora de sacudirnos el yugo, imponer la renegociacià³n de las deudas externas opresivas y obligar a los imperialistas a abandonar sus bases de agresià³n.

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De todo esto debe extraerse una conclusià³n: el desarrollo de los paà­ses que empiezan ahora el camino de la liberacià³n, debe costar a los paà­ses socialistas. Lo decimos asà­, sin el menor ánimo de chantaje o de especularidad, ni para la búsqueda fácil de una aproximacià³n mayor al conjunto de los pueblos afroasiáticos; es una conviccià³n profunda.

Creemos que con este espà­ritu debe afrontarse la responsabilidad de ayuda a los paà­ses dependientes y que no debe hablarse más de desarrollar un comercio de beneficio mutuo basado en los precios que la ley del valor y las relaciones internacionales del intercambio desigual, producto de la ley del valor, oponen a los paà­ses atrasados. ¿Cà³mo puede significar beneficio mutuo vender a precios de mercado mundial las materias primas que cuestan sudor y sufrimiento sin là­mite a los paà­ses atrasados y comprar a precios de mercado mundial las máquinas producidas en las grandes fábricas automatizadas del presente? Si estas son las relaciones, los paà­ses socialistas son en cierta manera cà³mplices de la explotacià³n imperial. Se puede argüir que el monto del intercambio con los paà­ses subdesarrollados, constituye una parte insignificante del comercio exterior de estos paà­ses. Es una gran verdad, pero no elimina el carácter inmoral del cambio. Los paà­ses socialistas tienen el deber moral de liquidar su complicidad tácita con los paà­ses explotadores de Occidente.

No puede existir socialismo si en las conciencias no se opera un cambio que provoque una nueva actitud fraternal frente a la humanidad, tanto de à­ndole individual, en la sociedad en que se construye o está construà­do el socialismo, como de à­ndole mundial en relacià³n a todos los pueblos que sufren la opresià³n imperialista.

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Cada vez que se libera un paà­s, dijimos, es una derrota del sistema imperialista mundial, pero debemos convenir en que el desgajamiento no sucede por el mero hecho de proclamarse una independencia o lograrse una victoria por las armas en una revolucià³n; sucede cuando el dominio econà³mico imperialista cesa de ejercer sobre un pueblo. Por lo tanto a los paà­ses socialistas les interesa como cosa vital que se produzcan efectivamente estos desgajamientos y es nuestro deber internacional, el deber fijado por la ideologà­a que nos dirige, el contribuir con nuestros esfuerzos a que la liberacià³n se haga lo más rápida y profundamente que sea posible.

Ante el ominoso ataque del imperialismo norteamericano contra Vietnam o el Congo debe responderse suministrando a estos paà­ses hermanos todos los elementos de defensa que necesiten y dándoles toda nuestra solidaridad sin condicià³n alguna.

Tomado de "El hombre y la Economà­a en el pensamiento de Che", compilacià³n de textos, Editora Polà­tica, La Habana, 1988; y "El Pensamiento Econà³mico del Che", Carlos Tablada Pà©rez, pp. 156-161.