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Sobre derechos, obligaciones e impunidad

20. January 2002

de Raquel Gutià©rrez Aguilar

Las recientes declaraciones de Diego Fernández de Cevallos en torno a los sucesos del 68, la guerra sucia y la impunidad de quienes cometieron crà­menes de lesa humanidad, exhiben de cuerpo entero una manera de entender la realidad social, curiosamente compartida por torturadores, personal militar, miembros de la Procuradurà­a y polà­ticos varios no sà³lo de Mà©xico, sino de toda Amà©rica Latina.

Los fundamentos del argumento expuesto por Fernández en su asombrosa defensa no del Ejà©rcito Mexicano, sino de los criminales que delinquen vestidos de uniforme y amparados en la privacidad de sus cuarteles, coinciden uno a uno con los de cualquier autoridad que practica la arbitrariedad en el mundo: “la guerra la inician los transgresores de la ley; los organismos de seguridad estatal combaten en esa guerra y, en ella, no están obligados a ceñirse a alguna regla o a respetar normas”.

No es la primera vez que oigo estas ideas. La primera vez que las confrontà© provenà­an de voces de oficiales de inteligencia militares y policiales, que “me preparaban” para enviarme a la justicia ordinaria despuà©s de siete dà­as de secuestro-desaparicià³n en Bolivia en 1992.

En aquel entonces, tras ser detenida en la ciudad de El Alto, fui remitida al Regimiento Policial 4, ubicado al sur de la ciudad de La Paz; mi captura fue negada por los voceros policiales y militares durante una semana.

En ese lugar fui torturada en prácticamente todas las formas clásicas: imposibilidad de orientarte en tiempo y espacio, privacià³n de agua, alimento, sueño y derecho a relajar esfà­nteres, y por supuesto, golpizas, quemaduras, vejaciones de contenido sexual, picana y otra serie de “lindezas” de la experiencia acumulada por las policà­as argentina, chilena, israelà­, española, etcà©tera, con los especà­ficos rasgos alto peruanos del caso en cuestià³n.

Las corporaciones de inteligencia bolivianas -Centro Especial de Investigaciones Policiales, Seccià³n 2 del Ejà©rcito y otros cuerpos de asesores- decidieron, en algún momento de mi secuestro-desaparicià³n, que admitirà­an que estaba en su poder y serà­a remitida a instancias de la justicia ordinaria. La última noche en el Regimiento 4 y la mañana antes de mi remisià³n, desfilaron por el cubà­culo donde me encontraba varios personajes, tanto más siniestros cuanto tenà­an más formacià³n que los verdugos e interrogadores con los que hasta ese momento me habà­a enfrentado.

Su intencià³n era convencerme que la denuncia de la tortura era una accià³n de cobardà­a. Su discurso era más o menos el siguiente: “Como tú perteneces a una organizacià³n guerrillera en actividad, entonces estamos en guerra. Por tanto, no hay motivo de queja en el trato que has recibido: es lo que merece un enemigo de guerra. Nosotros participamos en ella no por gusto y estamos expuestos a que ustedes nos maten”. Cualquier parecido con la manera en que Fernández piensa no es mera coincidencia. Modalidades análogas de razonamiento fueron expuestas por diversos funcionarios judiciales, del Ministerio Público, policiales y militares, convocados dos años despuà©s a rendir declaraciones ante la Comisià³n de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados de Bolivia: “Ellos -los guerrilleros- son los que se insubordinan y agreden a las instituciones… saben el trato que merecen, saben a lo que se atienen”.

Como si este “conocimiento” de lo que puede pasarte fuera suficiente argumento para legitimar y, peor aún, legalizar cualquier atrocidad que puedan cometer en tu persona las autoridades uniformadas: de la violacià³n a la muerte o de las quemaduras a la extorsià³n con la detencià³n de familiares.

Esto es justamente lo preocupante: la ignorancia, desprecio, o ambas, de que el punto básico de cualquier estado de derecho es el compromiso de los funcionarios públicos -especialmente de los que conforman las corporaciones de seguridad y que no puede romperse bajo ningún argumento- cumplir la ley. Ley que, entre otras cosas, incluye los derechos básicos de las personas y las garantà­as constitucionales de los ciudadanos.

Asà­, en estos momentos de impunidad global televisada, vale la pena dar una mirada a los fundamentos mà­nimos de la convivencia social democrática:
1. Los individuos, en caso de violar la ley, cometen delitos. Los funcionarios y autoridades de seguridad, en su condicià³n de tales, no pueden alejarse del cumplimiento de la ley, mucho menos en la lucha contra quienes delinquen. La discusià³n acerca de quà© es un delito, por el momento, la dejamos fuera.
2. Los individuos tienen derechos y el Estado, a travà©s de sus funcionarios, debe respetar esas garantà­as. No hacerlo es otra modalidad de criminalidad y delincuencia.
3. Los funcionarios de seguridad que abusan de su poder; los que se arrogan el derecho de vida y muerte sobre ciudadanos -delincuentes o no, transgresores o no-, cometen delitos de lesa humanidad.
4. No hay justificacià³n ni moral, ni legal, ni pragmática alguna para volcar toda la fuerza represiva de una corporacià³n sobre un individuo solo, atado, impotente. Hacerlo es no sà³lo cometer delitos, sino tocar el fondo de la bajeza humana. Punto.

La autora es matemática mexicana, activista social detenida en Bolivia durante varios años. Desde hace seis meses vive en Mà©xico. Autora, entre otros libros, de Desandar el laberinto (1999).

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