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Bolivia: entre la colonización y la revolución

29. November 2003

James Petras

Bolivia: entre la colonizacià³n y la revolucià³n

James Petras

Traducido para Rebelià³n por Manuel Talens
(fuente: Rebelià³n)

Introduccià³n

Muchos comentaristas del levantamiento boliviano que derrocà³ al presidente Sánchez de Lozada, tà­tere de los Estados Unidos, no han considerado el desarrollo histà³rico de la polà­tica de clase que precedià³ a los acontecimientos de octubre.

Un análisis serio de la rebelià³n popular de octubre de 2003 requiere como mà­nimo una breve discusià³n sobre la tradicià³n revolucionaria, las profundas raà­ces de clase y la conciencia antiimperialista que prevalece entre las clases campesinas rurales y urbanas. A esta perspectiva histà³rica se le debe añadir un análisis del nuevo contexto de lucha de clases, del renovado liderazgo de los principales movimientos y de los nuevos rostros de la reaccià³n. Con dicho telà³n de fondo estaremos en mejor situacià³n para entender los dos movimientos de insurreccià³n acaecidos durante 2003, la derrotada revolucià³n de febrero y el victorioso levantamiento de octubre. Un análisis de los logros y las limitaciones de la rebelià³n de octubre nos permitirá examinar las perspectivas para el futuro. ¿Habrá un “octubre rojo” o un golpe militar sangriento apoyado por los Estados Unidos?

Bolivia: 1952-2003

La multitud de bolivianos que bloquearon carreteras, construyeron barricadas y rodearon el palacio presidencial –campesinos, mineros, vendedores callejeros, desempleados y muchos otros– eran el producto de al menos medio siglo de lucha revolucionaria contra propietarios, dueños de las minas, grandes capitalistas y la embajada de los Estados Unidos. A partir de la
revolucià³n social de 1952, que expropià³ las minas y los bienes raà­ces de la oligarquà­a y destruyà³ a los militares, los trabajadores y los campesinos bolivianos establecieron sus propios sindicatos y milicias de clase. Sin embargo, el poder estatal fue acaparado por el partido Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) de la clase media, que inicià³ un proceso de
restauracià³n de la hegemonà­a capitalista en alianza con los Estados Unidos. Siguià³ una situacià³n de “poder dual” hasta 1964, cuando un golpe militar apoyado por los Estados Unidos colocà³ a Renà© Barrientos en el poder, lo que dio lugar a matanzas de mineros y a una alianza entre los militares y los là­deres campesinos de la vieja guardia. Con la muerte de Barrientos, un rà©gimen nacionalista militar civil asumià³ el poder en 1968, nacionalizà³ Gulf Oil y abrià³ la puerta a una fase más radical y prerrevolucionaria durante los años 1969 y 1971. En este perà­odo, bajo la Presidencia de J. J. Torres, los trabajadores y el movimiento de campesinos de izquierda organizaron una asamblea popular, basada en la representacià³n proporcional de trabajadores (el 50%), campesinos (el 30%) y profesionales y estudiantes, elegidos en el lugar de trabajo. La asamblea procedià³ a legislar un programa revolucionario de socialismo autogestionado en la industria, una radicalizacià³n del programa de distribucià³n de la tierra y un amplio programa de asistencia social. Por desgracia, mientras el rà©gimen legislativo de campesinos y trabajadores se radicalizaba, el ejà©rcito, al mando de Hugo Banzer, siguià³ siendo reaccionario y, con el apoyo de los Estados Unidos, tomà³ el poder y procedià³ a encarcelar, exiliar, proscribir y asesinar a los principales là­deres y activistas populares.

Banzer, al igual que sus colegas dictatoriales en Chile, Argentina y Uruguay, trabajà³ estrechamente con la CIA durante los años setenta para asesinar disidentes exiliados en el denominado Plan Cà³ndor. Sin embargo, a principios de los ochenta el movimiento popular boliviano, dirigido por los mineros del estaño, surgià³ para desafiar a la dictadura y, mediante
prolongadas huelgas generales, batallas desiguales entre dinamita y M-1, condujo al restablecimiento de la polà­tica electoral. De nuevo, una coalicià³n de partidos de izquierda y de centro asumià³ el poder e intentà³ satisfacer las exigencias de los trabajadores y del capital, y terminà³ por caer và­ctima de la elevada inflacià³n. En 1984-85, una coalicià³n del partido del antiguo dictador Banzer y del antiguo grupo izquierdista guerrillero MIR (Movimiento de la Izquierda Revolucionaria) asumià³ el gobierno. Bajo la direccià³n del gobierno de los Estados Unidos y la CIA, el rà©gimen puso en práctica un “programa de ajuste” diseñado por un economista de Harvard, Jeffery Sachs, que condujo al cierre de las principales minas de estaño y al desempleo de 40.000 mineros. Sachs argumentà³ que los fondos que el Estado ahorraba al no tener que subvencionar las minas estimularà­an nuevas industrias y nuevas inversiones, que absorberà­an a las decenas de miles de desempleados. Pero no habà­a ningún capitalista boliviano capaz de competir con las importaciones baratas que la polà­tica de mercado libre de Sachs estimulà³. Sin embargo, la polà­tica de Sachs llevà³ de manera indirecta a la creacià³n del movimiento militante de cultivadores de coca. Muchos mineros cobraron su indemnizacià³n por el despido y lo invirtieron en tierras del sur, en Chapare, y del norte, en las Yungas, y empezaron a cultivar la única cosecha que les proporcionaba ingresos constantes. Estos nuevos “cultivadores de coca” trajeron con ellos sus tradiciones de solidaridad, organizacià³n y conciencia de clase, y pusieron en marcha un poderoso sindicato, con una nueva generacià³n de là­deres campesinos militantes.

A principios de los años noventa, los sindicatos de cultivadores de coca crecieron de manera notable para oponerse a la agresiva y sangrienta campaña de erradicacià³n de la coca, organizada y dirigida por sumamente visibles militares estadounidenses y agentes de la DEA (Drug Enforcement Agency). Conforme los sindicatos de cocaleros acogà­an a más de 60.000 afiliados, las escaramuzas fueron en aumento. Entretanto, mientras las organizaciones
regionales de clase incrementaban su fuerza, el poder polà­tico estaba en manos de un cliente cada vez más derechista del mercado libre de los Estados Unidos, Sánchez de Lozada (1994-1997).

Los cocaleros organizaron un instrumento polà­tico –la Asamblea de Pueblos Soberanos– que ganà³ las elecciones municipales en 1996-1997 y sirvià³ como base para un nuevo partido radical, el actual Movimiento Al Socialismo (MAS), dirigido por Evo Morales. El MAS amplià³ su programa de oposicià³n a la erradicacià³n de la coca para incluir las exigencias econà³micas de los trabajadores del servicio público (maestros y trabajadores sanitarios), las luchas por el reparto de la tierra de los trabajadores rurales sin tierra, las pensiones a los jubilados, las reivindicaciones salariales de los trabajadores, las exigencias de empleos públicos de los parados, las luchas nacionales contra el ALCA y la privatizacià³n del gas y los pozos de petrà³leo. En las elecciones presidenciales de 2002, el MAS se beneficià³ de una dà©cada de lucha de clases y de movilizaciones y obtuvo el 21,9% del voto, perdiendo frente a Sánchez de Lozada, el candidato apoyado por los Estados Unidos, por una escasa diferencia del 0,6% (Sánchez de Lozada obtuvo el 22,5%). Dado que Felipe Quispe, el otro là­der militante campesino indio,
obtuvo el 7%, estaba claro que la izquierda logrà³ más votos que el ganador de la derecha.

Varios factores explican el aumento en más del triple del apoyo al MAS: (1) la intensa lucha de clases que precedià³ a la campaña electoral y que continuà³ durante à©sta polarizà³ y elevà³ la conciencia de clase del electorado, neutralizando asà­ la ventaja de los medios de comunicacià³n y las ventajas econà³micas de la derecha; (2) la ostensible intervencià³n del embajador estadounidense Rocha, que amenazà³ al electorado boliviano con la cancelacià³n de la ayuda y del comercio si se atrevà­an a votar a Evo Morales y al MAS precipità³ un gran cambio a la izquierda entre la mayorà­a de los bolivianos antiimperialistas; (3) la presencia de Evo Morales, un carismático là­der de manifestaciones de masas, investigaciones del Congreso y confrontaciones populares con el Estado, que hizo una campaña en lengua quechua y en español, sobre cuestiones nacionales, internacionales y locales. Tras las elecciones, el MAS se convirtià³ en el principal partido de la oposicià³n en el Congreso, con numerosos diputados indios, mujeres y obreros.

Cambio de contexto de la lucha de clases

Desde principios de los años cincuenta hasta mediados de los ochenta, los mineros marxistas del estaño fueron la vanguardia de la lucha revolucionaria. Dirigieron la Central Obrera Boliviana (la COB) y probaron en huelgas generales y mediante la resistencia armada que eran el centro de la oposicià³n a los mandatos de Fondo Monetario Internacional y a los saqueos
de los estafadores locales y de los capitalistas extranjeros. Sin embargo, el cierre de las minas de estaño, las luchas sectarias internas y la corrupcià³n gubernamental de los là­deres debilità³ la COB y el liderazgo de los mineros. A principios de los años noventa estaba claro que el mando de la lucha habà­a cambiado a los sindicatos de la coca, a las coaliciones urbanas de sindicatos, a los consumidores, a los vendedores callejeros y a los desempleados. El cambio en el mando no fue aceptado con facilidad. Evo Morales me dijo una vez que la primera vez que asistià³ a una reunià³n de la COB como delegado del sindicato campesino, un là­der minero le pidià³ “que le
comprara un paquete de cigarrillos” y, más tarde, cuando apoyà³ a un là­der sindicalista campesino como là­der de la COB, fue ridiculizado por el resto de los delegados mineros. Esto ahora es historia. Existe una amplia aceptacià³n del papel dinámico de los cocaleros y una mayor solidaridad, tal como ha demostrado el levantamiento de octubre.

El nuevo liderazgo revolucionario está ilustrado por la aparicià³n de Evo Morales, el là­der de los cultivadores de coca en la regià³n de Cochabamba, portavoz polà­tico del MAS y, posiblemente, el prà³ximo presidente de Bolivia. Evo ha dedicado su entera vida polà­tica a la creacià³n del sindicato de trabajadores de la coca, con un cuadro sustancial de antiguos mineros militantes convertidos en cultivadores de coca, de mujeres, de organizadores comunitarios y de sindicalistas. La clave de la fuerza del sindicato de cultivadores de coca está en las asambleas populares, en las frecuentes conferencias de delegados libremente elegidos y en los estrechos lazos y la responsabilidad entre los dirigentes, las asambleas y su lucha a muerte por conservar sus tierras, sus casas y un nivel de vida decente contra las campañas estadounidenses de erradicacià³n de la coca. En diciembre de 2002, me invitaron a hablar a la Asamblea de Cultivadores de Coca, en Chapare. Despuà©s de la charla, los delegados de todas las comunidades locales discutieron inmediatamente un “plan de lucha” de 15 puntos para lanzarlo durante la segunda semana de enero tras cuatro meses de negociaciones infructuosas con el rà©gimen de Sánchez de Lozada. La DEA estadounidense rechazà³ la oferta del movimiento de limitar el cultivo de coca a menos de un acre. Fue el presidente Sánchez de Lozada (en Bolivia lo llaman el “Gringo”) quien hizo pública la decisià³n de la embajada, en su español de fuerte acento yanqui (por haber vivido la mayor parte de su vida en los Estados
Unidos) y quien ordenà³ al ejà©rcito que siguiera actuando. La discusià³n abierta y las exigencias de pasar a la accià³n por parte de los delegados en la reunià³n reflejaron la cercana relacià³n entre el sindicalismo de estilo asambleario democrático y la militancia de clase.

Se establecià³ un programa de 15 puntos que incluà­a las principales exigencias de una amplia gama de clases sociales y grupos econà³micos, con la idea de establecer una coalicià³n nacional para una huelga general. El 15 de enero, los cocaleros se movilizaron y bloquearon las principales carreteras con piedras de las montañas, cargas de dinamita y enfrentamientos con la policà­a y los militares. Sánchez de Lozada envià³ refuerzos a los militares y prometià³ limpiar las carreteras a cualquier precio. Muchos cocaleros fueron heridos y detenidos. Varios fueron asesinados. La respuesta en las ciudades era tibia y los cocaleros de las Yungas, dirigidos por Quispe, tardaron en reaccionar. Sin embargo, a principios de febrero Sánchez de Lozada,
minimizando el polvorà­n sobre el que estaba sentado, impuso un impuesto del 12% a los salarios de la poblacià³n. El ochenta por ciento de los bolivianos vivà­a ya en la pobreza y el nivel de vida habà­a disminuido un 20% durante los dos años anteriores. Hubo una huelga general, que incluyà³ a todos los sectores de la mano de obra. En La Paz, y en otras partes, los funcionarios y la policà­a no sà³lo se negaron a reprimir a la numerosa poblacià³n, sino que
se unieron a la protesta. Sánchez de Lozada llamà³ al ejà©rcito tras atrincherarse en el palacio presidencial, cuyas ventanas habà­an sido apedreadas. El Palacio de Justicia fue saqueado. Más de cuarenta personas cayeron asesinadas en la sangrienta rebelià³n de febrero, ensayo general de la insurreccià³n de octubre. Fuentes gubernamentales revelaron que el embajador estadounidense Greenlee, un antiguo agente de la CIA, le exigià³ al presidente que hiciera todo lo necesario para conservar el poder. La matanza de febrero polarizà³ todavà­a más el paà­s y aislà³ a Sánchez, cuya popularidad cayà³ en picado, pero con el apoyo de Greenlee y de los militares siguià³ adelante con la venta del gas boliviano, un polà©mico acuerdo que ofrecà­a
pingües beneficios a las compañà­as estadounidenses y europeas del gas.

Caras nuevas, viejos reaccionarios

Sánchez de Lozada representa la nueva cara más abiertamente colonial de los regà­menes clientes de los Estados Unidos. Estudià³ y pasà³ la mayor parte de su vida en ese paà­s, mientras hacà­a negocios ocasionales en Bolivia, Chile y los Estados Unidos, que lo hicieron millonario. A diferencia de los anteriores dà©spotas clientes de los Estados Unidos, Sánchez de Lozada no
ascendià³ a travà©s de la maquinaria del partido del derechista “Movimiento Nacional Revolucionario”, con una retà³rica nacionalista. Ha sido, desde el principio hasta el fin, un partidario de la economà­a de mercado favorable a los yanquis. Tal como sucede en la Europa del Este, en los Balcanes, en los paà­ses bálticos y ahora en Irak, los “antiguos patriotas” o “exiliados” que están totalmente a favor de los intereses estadounidenses regresan y, con
una generosa financiacià³n, acceden a puestos elevados y utilizan sus conexiones de negocios para asegurar inversiones, prà©stamos y desarrollo. En todos los casos, estos “antiguos patriotas” se convierten en intermediarios de las liquidaciones al por mayor de recursos nacionales vitales. La liquidacià³n del gas boliviano fue uno de estos ejemplos, que terminà³ por
hacer explotar el levantamiento que derrocà³ a Sánchez de Lozada.

La privatizacià³n del gas: fà³rmula para la insurreccià³n

Entre 1985 y 1997, tanto el presidente como el Congreso de Bolivia decretaron una serie de privatizaciones. Estas ventas tuvieron lugar en gran parte durante la primera presidencia de Sánchez de Lozada, que promovià³ las privatizaciones como una manera de “inyectar nuevo capital” en la economà­a, con lo que camuflà³ la transferencia de la propiedad como “capitalizaciones”, no como privatizaciones que permitirà­an la entrada en funciones de
depredadores locales y extranjeros. En 1997, el último año de su primer mandato presidencial, Sánchez de Lozada y los là­deres del Congreso aprobaron en secreto un decreto que permitià³ la propiedad multinacional del gas natural en su “origen”, lo cual significaba que el gas era “boliviano” mientras permanecà­a bajo tierra, pero de propiedad extranjera cuando se bombeaba y se vendà­a. Cualquier escolar boliviano con un conocimiento mà­nimo de la historia sabe que la constitucià³n establece que los recursos naturales pertenecen al estado de Bolivia. El acuerdo original con las multinacionales estipulaba un reparto a medias entre el Estado y las corporaciones privadas, pero Sánchez de Lozada incluyà³ una cláusula secreta en la que los “nuevos pozos” serà­an explotados con un porcentaje para el Estado boliviano de sà³lo el 18%, mientras que el 82% restante serà­a para las multinacionales. à‰stas procedieron a designar muchas instalaciones de operaciones como “nuevos pozos”. La parte del Estado boliviano se calcularà­a en el puerto de salida en Chile, no como una proporcià³n del precio en los Estados Unidos. Por consiguiente, Bolivia recibirà­a el 18% de 70 centavos de dà³lar (0,70 dà³lares) por cada mil pies cúbicos. Este extraño arreglo contrastaba con el precio de 2,70 dà³lares por trescientos pies cúbicos de gas que se les vendà­an a los empobrecidos bolivianos. En otras palabras, los bolivianos pagarà­an doce veces más que el precio calculado como base para sus entradas por el gas exportado. Además, despuà©s de que Sánchez de Lozada hubiera cedido los derechos de explotacià³n del gas, los geà³logos a sueldo de las multinacionales “descubrieron” que el gas boliviano y las reservas de petrà³leo eran diez veces superiores a las estimadas con anterioridad.

En 2002, Evo Morales llamà³ la atencià³n en el Parlamento sobre este enorme timo y fue inmediatamente expulsado de la legislatura. Esta accià³n tuvo consecuencias, ya que hubo movilizaciones de masas en todo el paà­s y Evo fue rehabilitado. Entretanto, la poblacià³n entera se dio cuenta de la estafa y de la enorme posibilidad de salir de la pobreza mediante los miles de millones que se podrà­an obtener del gas y del petrà³leo si se cancelaban las privatizaciones y los acuerdos fraudulentos.

Mientras tanto, la prensa burguesa y muchos progresistas presentaron la cuestià³n como si fuese un conflicto “histà³rico” entre Bolivia y Chile a propà³sito del puerto por el que el gas serà­a transportado, en vez de una lucha antiimperialista. A pesar de su completo aislamiento y de la clara muestra de su monumental complicidad para estafar a la nacià³n, Sánchez siguià³ adelante con el proyecto del gasoducto favorecido por las multinacionales. De nuevo los bolivianos, esos “hombres pobres sentados sobre una montaña de riqueza”, estaban siendo estafados, hasta que el levantamiento de octubre puso tà©rmino temporalmente a dicha situacià³n al derrocar al protegido de los Estados Unidos que, de manera apropiada, escapà³ a Washington para informar a sus amos.

A la lucha de masas debida al gas se le suma la creciente lucha por una nueva reforma agraria. La reforma agraria de 1952 ha sido totalmente neutralizada: dos millones de familias, sobre todo indias, trabajan cinco millones de hectáreas, mientras que menos de cien familias poseen veinticinco millones de hectáreas. Cuando los barones del ganado reclamaron que necesitaban sesenta hectáreas por cada res, Evo Morales respondià³ que para obtener cincuenta hectáreas es preciso ser una vaca.

La insurreccià³n de octubre

Despuà©s de la matanza de febrero de 2003, el mando del levantamiento de octubre pasà³ a otro là­der cocalero, Felipe Quispe, de las Yungas, là­der del Movimiento Indà­gena Pachakuti. El 29 de septiembre de 2003, el jefe de la COB apelà³ a una “huelga general indefinida” contra la polà­tica del gas y econà³mica del rà©gimen. Al principio, la llamada a la huelga recibià³ una dà©bil respuesta; únicamente los sindicatos de mineros en Oruro y Potosi depusieron sus herramientas, seguidos de los maestros. Al tercer dà­a de huelga, los estudiantes de La Paz se echaron a las calles. A partir del 3 de octubre, miles de campesinos de las Yungas bloquearon todas las carreteras principales que conducen a La Paz. Las guarniciones del ejà©rcito en La Paz
fueron movilizadas y trasladadas a El Alto, una ciudad de un millà³n de habitantes situada por encima de la capital. El Alto tiene la renta per cápita más baja de Bolivia: es, literalmente, una “ciudad de proletarios”.

Los consejos centrales de trabajadores de Cochabamba, dirigidos por Oscar Oliveri, asà­ como otras ciudades, se declararon a favor de la huelga general. Dà­a tras dà­a, las calles de todas las ciudades principales se llenaron de manifestantes y barricadas. Las luchas callejeras estallaron en La Paz y en todas las carreteras. Los militares cambiaron los gases lacrimà³genos por municiones. En El Alto, la ciudad proletaria, decenas de miles de trabajadores jà³venes desempleados lucharon contra el ejà©rcito barrio por barrio, calle por la calle, casa por casa. El número de muertes se elevà³ conforme pasaban los dà­as y los heridos abarrotaron los hospitales. Decenas de miles de mineros bajaron por las carreteras desde las tierras altas con cartuchos de dinamita y unos pocos Mausers oxidados de 1930, procedentes de la guerra del Chaco. Las mujeres estaban en las là­neas de combate, como là­deres de las asociaciones de vecinos, enfrentándose el ejà©rcito y haciendo retroceder a los reclutas campesinos. Hacia el 13 de octubre, el palacio presidencial fue rodeado por cientos de miles de encolerizados trabajadores, campesinos, indios, vendedores callejeros y desempleados. Los partidos que sostenà­an el rà©gimen dimitieron del gabinete, mientras que algunas de sus sedes eran asaltadas y quemadas. El vicepresidente Meza, convenientemente, dimitià³. El embajador Greenlee, el antiguo experto en contrainsurgencia de la CIA, le exigià³ a Sánchez de Lozada que se mantuviese en el poder por la fuerza.

La economà­a se paralizà³. En las ciudades no entraban ni alimentos, ni gas ni ningún otro producto básico; los pequeños vendedores se fueron de los mercados en prueba de solidaridad y de los supermercados a causa del miedo. El 15 de octubre, el presidente escapà³ a Santa Cruz, donde pensaba que la elite de la derecha de los negocios organizarà­a un golpe militar para devolverle el poder. Esperà³ seis horas y, luego, siguià³ camino hacia Miami, junto a otros estafadores, torturadores y presidentes electos que escapan a la ira de los pueblos masacrados. Hubo ochenta y un muertos y cuatrocientos heridos o incapacitados.

Evo Morales y el Congreso apoyaron la designacià³n del vicepresidente Meza como nuevo presidente interino.

Meza recibià³ el mandato de convocar una Asamblea Constitucional y nuevas elecciones, asà­ como de declarar nulo el programa anterior y de revocar el acuerdo del gasoducto. Frente a medio millà³n de personas en las calles de La Paz y tal como se esperaba, Meza señalà³ su compromiso de “revisar la polà­tica del antiguo rà©gimen y responder a las exigencias del pueblo”. Luego, designà³ un gabinete de tecnà³cratas totalmente ajenos a las exigencias del pueblo y, dos semanas más tarde, anuncià³ que seguirà­a la polà­tica de su predecesor (y de su patrà³n, el embajador Greenlee) en la erradicacià³n de la coca. Evo Morales reconocià³ parcialmente su error al apoyar a Meza y declarà³ que su partido, el MAS, dejarà­a de secundarlo si seguà­a con el programa de erradicacià³n. Sin embargo, en declaraciones más recientes, Evo ha vuelto a apoyar al neoliberal Meza, mientras denunciaba los preparativos de un golpe militar.

Conclusià³n

Es preciso señalar varios puntos. A pesar de sus và­nculos de muchos años con todas las principales luchas a lo largo de la dà©cada pasada, el MAS y Evo Morales representaron un papel muy secundario en la lucha durante el levantamiento de octubre. De hecho, Evo estaba en Ginebra en una conferencia interparlamentaria durante la mayor parte de la sangrienta lucha callejera y los cocaleros no obstruyeron las carreteras hasta los últimos dà­as del
levantamiento.

El comportamiento del MAS, ejemplar hasta entonces, resulta difà­cil de explicar y tampoco se comprende por quà© Evo apoyà³ el nombramiento de Carlos Meza como sucesor de Sánchez de Lozada, ya que es claramente un neoliberal que habà­a secundado al presidente hasta su último dà­a en el gobierno. Una explicacià³n puede ser la posible influencia de la polà­tica electoral
institucional en la domesticacià³n del MAS. Puede que sea asà­, pero Evo tiene unos là­mites que no podrá sobrepasar en su relacià³n con las estructuras del poder, que son las masas –los cocaleros– y la insistencia intransigente de los Estados Unidos en la erradicacià³n. Evo no puede llegar a acuerdos con ningún polà­tico que proponga destruir a los cocaleros. La cuestià³n de la
coca, en última instancia, mantiene a Evo en la izquierda radical.

La segunda cuestià³n es el enorme poder de los levantamientos latinoamericanos para derrocar regà­menes clientes de los Estados Unidos y la ausencia de cualquier liderazgo polà­tico para sustituir a los regà­menes expulsados. El mismo fenà³meno ocurrià³ en Argentina con el levantamiento de diciembre de 2001 y, antes, en Ecuador y Perú. Los levantamientos radicales
de masas no terminan en revoluciones. La ausencia de una organizacià³n sociopolà­tica revolucionaria y de un liderazgo con vocacià³n para asumir el poder es una obviedad.

En tercer lugar, la divisià³n entre los dos là­deres militantes cocaleros, Quispe y Evo, no es simplemente personal, sino que refleja dos conceptos diferentes de polà­tica: à©tnica frente a à©tnica de clase. Quispe propugna la necesidad de una nacià³n aymara separada, con su propio gobierno; Morales apoya una nacià³n multià©tnica, en la que las comunidades indias gozarà­an de
gran prioridad y el poder estarà­a en manos de la pequeña burguesà­a de trabajadores y campesinos. El problema de la opcià³n de Quispe es que la mayor parte de la riqueza del petrà³leo y del gas de Bolivia se encuentra fuera de las regiones aymaras.

El levantamiento boliviano ha recibido un amplio apoyo entre los pueblos de Amà©rica Latina. Los activistas y militantes lo ven como una demostracià³n de que los regà­menes neoliberales apoyados por los Estados Unidos pueden caer derrotados. En Bolivia, el tiempo corre en contra del nuevo presidente. El embajador Greenlee y los 5 “expertos” del Pentágono, que llegaron a Bolivia despuà©s del levantamiento, sin duda preparan un golpe sangriento. Meza, que carece de partido o de aliados en el mundo de los negocios y tiene poco contacto con los militares, es incluso más dà©bil que su predecesor. La izquierda se dedica a organizar a los activistas de masas que hagan posible la insurreccià³n. Esto requiere la unià³n de los dos sindicatos de la coca, la COB, los consejos regionales del trabajo, las organizaciones de vecinos, los mineros, el MAS, el MIP (Movimiento Indà­gena Pachakuti) y las decenas de miles de jà³venes luchadores callejeros desempleados.

La clase obrera boliviana y el campesinado han demostrado su coraje sin là­mites, su inmensa solidaridad, su antiimperialismo desafiante y su enorme deseo de controlar y usar sus recursos naturales para mejorar sus vidas. ¿Encontrarán sus là­deres la manera de unificar sus fuerzas? ¿Desecharán las tentaciones de la estructura de poder que impregna la polà­tica electoral?
¿Tomarán el poder del Estado”?

¿Será la prà³xima ocasià³n un “octubre rojo”?

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