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Destrucción consumada de Aristide, destrucción planeada de Hugo Chávez

8. March 2004

Heinz Dieterich

Destruccià³n consumada de Aristide, destruccià³n planeada de Hugo Chávez

Heinz Dieterich
Rebelià³n

El drama de Haità­ y del rà©gimen de Aristide que implica no pocos peligros para Cuba y Venezuela, es el punto final del Standard Operating Procedure (SOP, procedimiento operativo estándar) de Washington contra los gobiernos populares latinoamericanos: la subversià³n-destruccià³n.

La fase terminal de esa estrategia se observa en Haità­, su estado inicial en la Argentina de Nà©stor Kirchner y su fase media en la Venezuela del gobierno de Hugo Chávez.

A veces, esa polà­tica termina con la muerte del protagonista latinoamericano, como fue el caso de Salvador Allende. En otras circunstancias el protagonista logra exiliarse, como el presidente guatemalteco Jacobo Arbenz. Un tercer escenario es la “reeducacià³n” del protagonista criollo dentro del imperio y el posterior reciclaje polà­tico en su paà­s de origen, que fue el caso de Aristide en Haità­ y de Michael Manley, en Jamaica.

Independientemente del desenlace que produce la Standard Operating Procedure de Washington en nuestros paà­ses, la tarea inicial del complejo industrial-militar-subversivo de Estados Unidos siempre es la misma: amansar a un là­der o movimiento social que ha llegado al poder por và­a de las elecciones o por la và­a de los hechos, y cuya agenda polà­tica no refleja los intereses de Washington.

El primer intento de dominar esos movimientos y là­deres es la cooptacià³n y la corrupcià³n. Cuando tal procedimiento no es efectivo, la polà­tica de subversià³n-destruccià³n es activada.

En Haità­, el drama, cuyo último acto estamos observando, empezà³ a desarrollarse en 1986, cuando el pueblo haitiano logrà³ expulsar al dictador “Baby Doc Duvalier”, terminando una historia de siglo y medio de intervenciones militares estadounidenses y de regimenes de terrorismo de Estado, al servicio de los intereses de Washington.

Al romperse la cadena neocolonial gringa, que mantuvo al pueblo haitiano en la miseria, se abrià³ un vacà­o de poder, en el cual la estrella de un cura salesiano de barrio, Jean-Bertrand Aristide, empezà³ a brillar entre los desposeà­dos.

Con un discurso basado en la teologà­a de la liberacià³n y su opcià³n preferencial para los pobres; reclamando el soberano derecho del paà­s a la autodeterminacià³n frente al dominio estadounidense y con “una retà³rica apasionada que a veces incitaba a la violencia entre las clases”, como notaba el The Wall Street Journal con cierta preocupacià³n, Aristide se convirtià³ en tribuno popular y esperanza de cambio de las mayorà­as.

Las elecciones de 1990, las primeras elecciones libres en 187 años, comprobaron que contaba con el abrumador apoyo del pueblo. Habiendo sobrevivido a varios intentos de asesinato de los paramilitares de derecha y habiendo sido expulsado en diciembre de 1988 de la orden salesiana a instigacià³n del nuncio apostà³lico, con la acusacià³n de incitar a la violencia, Jean-Bertrand Aristide obtuvo el 67,5 por ciento de los votos emitidos. El candidato de Washington y ex funcionario del Banco Mundial, Marc Bazin, apenas consiguià³ el 15 por ciento del sufragio.

Los resultados prendieron los focos rojos en la Casa Blanca que puso en operacià³n un plan de subversià³n-destruccià³n del gobierno popular que dio resultados en siete meses. El nuevo presidente, mayoritariamente electo, tomà³ posesià³n en febrero de 1991, tan sà³lo para ser derrocado el 30 de septiembre por un sangriento golpe militar.

Al plan subversivo de desestabilizacià³n postelectoral antecedà­a un plan de intervencià³n preelectoral que utilizaba diferentes medidas, para acabar con el cura rebelde que trataba de implementar lo que Washington consideraba un “modelo populista” de democracia, es decir, una democracia con participacià³n de los de abajo.

El Fondo Nacional para la Democracia (NED), brazo público subversivo internacional del Partido Republicano y Partido Demà³crata estadounidenses, apoyà³ econà³micamente a los partidarios de Bazin y ex miembros de la dictadura duvalierista, para impedir el triunfo electoral de Aristide. Con el mismo propà³sito, el NED financià³ tambià©n estaciones de radio que demonizaron la candidatura de Aristide.

La Central Sindical estadounidense AFL-CIO colaborà³, a instancias del Departamento de Estado, en el financiamiento de sindicatos de derecha, algunos con influencia directa de la policà­a secreta de Duvalier, y la oficial Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID) subsidià³ y asesorà³ a las fuerzas de derecha proclives a Estados Unidos.

Todas esas medidas no impidieron el triunfo de Aristide y su toma de posesià³n en febrero de 1991. Ante la derrota de Bazin y el “peligro” de la democracia popular, Washington organizà³ un golpe de Estado que pondrà­a fin al experimento del cura en la isla. A la cabeza del golpe estaba el narco-general y colaborador de la Central de Inteligencia estadounidense (CIA), Raúl Cedrás, formado en la notoria Escuela de las Amà©ricas (SOA) en Fort Benning, Georgia.

Su mano derecha era el Coronel Michel-Joseph Francois, entrenado tambià©n en Fort Benning. Juntos con Emmanuel Constant, otro agente de la CIA, controlaban dos instituciones fundamentales para la destruccià³n del gobierno democrático de Aristide: el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) y los escuadrones de la muerte, conocidos como FRAPH. Ambas instituciones habà­an sido creadas y mantenidas por la CIA.

En las dos primeras semanas del golpe, más de mil personas perdieron la vida en una campaña de terrorismo de Estado que destruà­a sistemáticamente a las organizaciones populares y democráticas que habà­an apoyado a Aristide. Cuando terminà³ el terror, Cedrás y Francois habà­an asesinado a más de cuatro mil haitianos.

El gobierno de Bush padre, en contubernio con los grandes medios estadounidenses, inicià³ inmediatamente una campaña propagandà­stica contra el presidente derrocado que lo hacà­an responsable de lo ocurrido por sus “violaciones a los derechos humanos”, tal como sucedià³ tambià©n durante el golpe de Estado contra Hugo Chávez.

La Organizacià³n de los Estados Americanos (OEA), a su vez, decretà³ un bloqueo contra los golpistas que nunca fue aplicado seriamente, ni por las potencias europeas ni por Washington.

En febrero de 1992, Bush levantà³ prácticamente el bloqueo contra los golpistas, apoyado por un ferviente parlamentario del Partido Demà³crata: Robert Torricelli. Mientras Torricelli reforzaba brutalmente el embargo contra Cuba, esperando poder aprovechar la caà­da de la Unià³n Sovià©tica para destruir a la revolucià³n cubana, obraba con la misma energà­a a favor del levantamiento del embargo contra los golpistas de Haità­. En ambos casos, tuvo à©xito: mientras la agresià³n contra Cuba recrudecià³, el boicot contra Haità­ fue cancelado.

Ante la fuerza de los acontecimientos, Aristide se quebrà³. Firmà³ un “acuerdo de unidad nacional” que no le dejà³ más que una funcià³n simbà³lica en el gobierno y el de facto exilio en los Estados Unidos, mientras que el pelele de Washington, Marc Bazin, asumià³ el poder en junio de 1992, con la bendicià³n pública del Vaticano, de la Conferencia Episcopal haitiana, de la elite nacional y del imperio.

La traicià³n y degeneracià³n de Aristide, llevadas a su paroxismo en el exilio estadounidense, junto con la sistemática destruccià³n del movimiento popular en Haità­ y un à©xodo masivo de setenta mil haitianos en dos años, crearon las condiciones para regresar al, ahora, inocuo là­der a su paà­s. 25 mil soldados estadounidenses, enviados por William Clinton restablecieron al legà­timo presidente en el poder.

Mientras Francois se refugià³ en la República Dominicana y posteriormente en San Pedro Sula, Honduras, donde gastà³ los millones de dà³lares obtenidos del terror y del narcotráfico con los cárteles colombianos, Cedrás se fue, junto con el ex jefe del ejà©rcito, Biambi, a vivir a la Ciudad de Panamá, gozando de las mismas amenidades que su cà³mplice asesino Francois.

El vuelo al exilio panameño fue cortesà­a del gobierno de Clinton que garantizà³ el transporte seguro de Cedrás y Biamby a Panama, donde les esperaba una mansià³n en la playa con los gastos costeados por Estados Unidos, junto con algunas otras amenidades imperiales.

Aristide, mientras, regresaba a un paà­s devastado que conservaba, sin embargo, en sus sectores populares la imagen de “El Salvador”; imagen que correspondà­a ya en nada a las potencialidades objetivas y subjetivas del proyecto histà³rico que representaba en 1990.

El proceso de demolicià³n de su rà©gimen y de su personalidad habà­a sido profundo y tenà­a que terminar inevitablemente en su expulsià³n por las mismas fuerzas populares, que tres lustros antes lo habà­an llevado al poder. Esto es lo que estamos observando actualmente y este es el resultado que Washington deseaba obtener.

No hay mejor forma de matar a un mito popular que hacerlo matar por el propio pueblo. Esto es lo que Washington hizo con el ex coronel Lucio Gutià©rrez en Ecuador. Su corrupta actuacià³n presidencial ha desacreditado a las Fuerzas Armadas como posible vanguardia de un proceso nacionalista; el apoyo de la Confederacià³n de Nacionalidades Indà­genas del Ecuador (CONAIE) a Gutià©rrez ha generado la misma desacreditacià³n para el movimiento indà­gena y la entrega de bases militares y de la soberanà­a militar al Pentágono ha cumplido las más sentidas expectativas de Washington para con el Plan Colombia.

El coronel ha cumplido su papel histà³rico para el imperio. Lo único que le espera es una patada y el exilio. Y lo mismo es valido para el cura: se ha vuelto superfluo y desaparecerá de la escena, antes de lo que à©l se imagina.

El escenario respectivo es previsible. Se llegara, bajo los auspicios de Washington, Francia, el CARICOM o la OEA a un nuevo “acuerdo de unidad nacional”, cuyas elecciones llevarán a algún tà­tere de Washington a la presidencia.

Si bien la Plataforma Democrática de las organizaciones civiles tiene cierta fuerza social, el poder reside crecientemente en las formaciones armadas en el norte de Haità­ que se componen de los viejos torturadores y militares de la dictadura duvalierista que regresan de su cà³modo exilio en la República Dominicana —entre ellos, los antiguos là­deres de los escuadrones de la muerte (FRAPH), Luis Jodel Chamblain y Jean Pierre Baptiste, y otro sanguinario sicario, el ex jefe de la policà­a dictatorial, Guy Philippe —unidas a los grupos paramilitares de Aristide que cambiaron de bando.

De tal manera, que en una cruel ironà­a de la historia el proyecto de dominacià³n en Haità­ de Bush padre, que motivà³ el golpe contra Aristide, se ha vuelto absolutamente viable bajo la presidencia de su hijo George: un duvalierismo sin Duvalier.

El presidente James Carter tratà³ de implementar un somocismo sin Somoza, en los últimos dà­as de la dictadura nicaragüense, pero fallà³, esencialmente por el llamado “trauma de Vietnam”. Las posibilidades de Bush júnior de lograr semejante objetivo en Haità­, son mucho mejores.

Las implicaciones de la instalacià³n de un eventual gobierno de derecha en Haità­ son considerables para Cuba, la República Dominicana y Venezuela. La distancia geográfica entre el norte de Haità­ y el Oriente de Cuba es apenas, 90 kilà³metros. Se encuentra tambià©n en esas latitudes la base militar de Guantánamo y cualquier à©xodo marà­timo de Haità­ podrà­a ser usado por el gobierno de Bush como pretexto para medidas de fuerza en la regià³n.

Se supone que el Departamento de Estado del belicista Colin Powell está preparando ya cincuenta mil camas en la base de Guantánamo, para interna los refugiados haitianos en la isla.

Para Venezuela, el estudio minucioso de la experiencia de Aristide es de vital importancia. El golpe militar de abril del 2002 fallà³, pero el plan de subversià³n-destruccià³n sigue en marcha.

El reconocimiento público del funcionario del Departamento de Estado, Peter Deshazo, de que la CIA financia a los mercenarios de Washington en Venezuela; los más de ochenta asesinatos de là­deres campesinos y là­deres populares durante el gobierno bolivariano; el continuo envà­o de armas a los paramilitares venezolanos y las crecientes agresiones de los paramilitares colombianos demuestran que Washington procede sin cuartel para destruir al gobierno de Hugo Chávez.

Dado que la estrategia de la “reeducacià³n” y del “reciclaje” al estilo Aristide no funcionará en el caso de Hugo Chávez, el conflicto en Venezuela es antagà³nico. Por lo mismo, una derrota de las fuerzas populares tendrà­a un costo humano extremadamente alto, como muestran las experiencias de Chile y Haità­.

¡Están condenados a triunfar!

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