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Colombia: Conflicto y ciudad

11. April 2004

Por Francisco Voltaire

Fuente: Resistencia Nacional

1- Introduccià³n

En unas selvas del oriente, un comandante del ejà©rcito popular insurgente termina su conferencia a los jà³venes combatientes con una proclama expresada en forma de invitacià³n:

“Ahora muchachos nos vamos para la ciudad”.

Al año la oligarquà­a colombiana descubre esta realidad. La guerra de despojo y destierro que decretà³ el Estado contra el campesinado hace medio siglo, se desbordà³ de los campos. A manera del boomerang, ahora se devuelve contra sus gestores y amenaza sus centros de mando en las ciudades donde se refugiaron sus và­ctimas, los desterrados. Con eso la clase dirigente perdià³ el monopolio del poder y su invulnerable seguridad en sus fortalezas urbanas. Entonces reúne los guachimanes del poder regados en sus aparatos de propaganda ideolà³gica, con “cien especialistas, expertos, funcionarios” para debatir sobre los peligros de esta “novedad”.

Pero nos preguntamos ¿Será tan “nueva” la existencia del conflicto social en escenarios urbanos como aseveran algunos estadistas ilustrados, unos eruditos acadà©micos y, desde luego, legiones de periodistas mercenarios usados como simples operadores de la ideologà­a dominante y convertidos en meros “guachimanes” de la oligarquà­a ? Incluso resulta sorprendente pero aleccionador encontrar en esta legià³n ahora amargada y sentada en el Capitolio o El Tiempo, aquellos escasos sobrevivientes de una fracasada empresa revolucionaria urbana de los años 70. Son estos mismos que fueron derrotados en las calles de Bogotá o Cali y debieron refugiarse en los montes con la espada de Bolà­var para escapar a su completo exterminio.

Cierto que el periodismo prostituà­do al servicio del poder es cualquier cosa, o no es nada; pero la historia social es disciplina seria y anciana respetable. De hecho, una mirada rápida pero bien documentada y “en reversa” afirma algo distinto: el uso de la fuerza y de la violencia acompaña la trayectoria de la ciudad colombiana desde su nacimiento.

Desde su misma fundacià³n estuvo sumida en las más extremadas confrontaciones de la lucha de clases.
En algún momento del desenvolvimiento histà³rico de una sociedad, opera la separacià³n campo ciudad y al poco tiempo se manifiesta la hegemonà­a polà­tica de à©sta, ahora aplicada a la totalidad de un ámbito territorial. La ciudad se convierte en el sitio de concentracià³n de la riqueza y de los poderes que tienen por fin asegurar el disfrute de estas riquezas por sus beneficiados. Centro del poder polà­tico, econà³mico y de las riquezas y de la clase que las disfruta, su potencia no puede ser derribada sino con la toma militar de la ciudad.
Por lo tanto toda guerra, bien interna o internacional, apunta hacia la toma de este centro y con este hecho se derrumba el poder, culmina la derrota y finaliza la contienda. Esta ley de las guerras opera a lo largo de varios milenios y se verifica desde la antigüedad hasta la Bagdad del 2003.

Por tanto no puede ser ninguna sorpresa para la oligarquà­a colombiana “descubrir” operaciones armadas de la insurgencia contra su poder y en su santuario intocable.

2 – ¿ De donde surge la ciudad?

Recordemos en pocas palabras que los fundadores del materialismo histà³rico (Marx y Engels) explican el surgimiento de la ciudad como culminacià³n de una larga trayectoria de las sociedades humanas. En el transcurso de muchos milenios à©stas transitaron desde comunidades agrarias y parentales hasta la familia nuclear hogareña (pareja y su prole), desde el use y disfrute colectivos del suelo hacia la apropiacià³n patrimonial familiar y la propiedad individual y desde las decisiones de consenso comunitario hacia formas de Estado, concentrado à©ste en una forma particular de hábitat nucleado que se llama ciudad .

Resumiendo y simplificando, en algún momento de su proceso histà³rico, una muy pequeña comunidad campesina organizada y administrada como una familia grande, adquiere un cierto dinamismo en su reproduccià³n demográfica. Este crecimiento de su poblacià³n exije más alimentos, pero tambià©n esta sociedad ahora dispone y se beneficia de más brazos para producirlos. Inclusive puede superar la à©poca en que todos hacà­an todo, o sea que uno era a la vez cazador, pescador, recolector, agricultor, pastor, tejedor, alfarero, labrador de sus instrumentos de trabajo, por ejemplo. Ahora es posible repartir tareas y asignar labores según las aptitudes y habilidades de cada uno, mediante la divisià³n del trabajo.

Paralelamente, se modifica la organizacià³n social colectiva de las pequeñas comunidades del principio. Antes compartà­an una vida social y domà©stica común inclusive bajo un solo techo _ y un espacio productivo de patrimonio común. Ahora se dividen en familias con hogar propio y el suelo queda repartido por parcelas atribuidas a cada una. Van surgiendo diversas formas de apropiacià³n individual o familiar, es decir modalidades de propiedad privada del ámbito de produccià³n.

Tanto la divisià³n social del trabajo como el acceso a la propiedad individual del espacio vital exigen consensos y normas de aceptacià³n colectivas para subsanar posibles conflictos. Se hace necesaria la provisià³n de suelo a cada familia, la organizacià³n del trabajo y a algunos miembros de la comunidad se les delega esta funcià³n exclusiva de administracià³n de la produccià³n y la gestià³n de su reparto entre todos los miembros de la colectividad.

Por este camino el poder de funcià³n de algunos individuos luego se transforma en poder de explotacià³n de los trabajadores y de dominacià³n de la comunidad. Inclusive, cuando la divisià³n del trabajo logra producir excedentes no consumidos, son ellos los encargados de su captacià³n, centralizacià³n y conduccià³n hacia un posible mercado.

En esta etapa se genera un intercambio continuo de productos entre colectividades territoriales vecinas. Entonces con frecuencia se elige un sitio a à³ptima distancia para todas, donde se radican los individuos encargados de la gestià³n del plus producto y de las transacciones: los funcionarios y los mercaderes. Asimismo, en este lugar se establecen aquellos que compran los productos brutos para su transformacià³n en objetos de necesidad general y que necesitan pero no fabrican las comunidades rústicas regadas en el territorio. Adquieren de los productores los cueros para fabricar útiles de la talabarterà­a, algodà³n para tejer vestidos, metales para forjar armas o herramientas de trabajo, maderas para diversos usos domà©sticos, muebles y construccià³n, etc: son los artesanos.

Es decir que va surgiendo en un sitio privilegiado por su localizacià³n un núcleo social apartado del contacto directo con los medios naturales de produccià³n y las labores agropecuarias. Asà­ se entiende cà³mo en este lugar de convergencia los administradores, los mercaderes y los artesanos entran a configurar una agrupacià³n social y un asentamiento compacto y permanente, que constituyen el primer embrià³n de una futura ciudad. Por este camino se inicia la separacià³n fà­sica del campo y de la ciudad y la oposicià³n social entre ambos componentes.

Por esta và­a de la divisià³n del trabajo y de la propiedad privada del suelo o de los instrumentos y medios de produccià³n están surgiendo las clases sociales y por la senda del mercado, en manos de no productores vueltos explotadores, quedan los beneficios de los excedentes. Adquirido este poder de tipo econà³mico, lo completan luego con formas de dominio territorial. Asà­ van naciendo en forma paralela el poder de tipo estatal y su sede central: o sea el Estado y la Ciudad.

Retomando los trabajos de Marx y Engels, el investigador y teà³rico marxista Manuel Castells resume muy bien este proceso con una corta frase:

“Histà³ricamente, hubo posibilidad de ciudades, es decir de concentraciones residenciales que no viven de un producto agrà­cola directamente conseguido por el laboreo de la tierra en el sitio, desde el momento que hubo un excedente agrà­cola y la apropiacià³n de este excedente por una clase no trabajadora.

“Asà­ que la ciudad, desde su nacimiento somete la poblacià³n productora del territorio que logrà³ dominar y la explota en su beneficio. Este es en dos palabras lo que se ha llamado la separacià³n y la oposicià³n campo-ciudad. Ahora bien, con esta corta definicià³n se entiende por quà© a lo largo de la historia el campo siempre estuvo sometido por la ciudad. Esta última ha sido durante milenios, el lugar donde se concentra el poder sobre el territorio productivo y su poblacià³n.

3 – ¿ Que es la ciudad ?

Por lo tanto, operando la separacià³n social entre los productores y sus explotadores, o mejor decir entre trabajadores del campo y consumidores especuladores en las ciudades, tambià©n se produce una divisià³n del espacio y de los ámbitos y lo que se llama el divorcio espacial campo ciudad.

En las circunstancias histà³ricas resumidas por Marx y Engels y retomadas por pensadores modernos, se vuelve la ciudad el lugar de máxima concentracià³n de riquezas traà­das del territorio dominado. Asimismo, en la ciudad se aglutinan las instituciones de los poderes sobre el entorno productivo y su poblacià³n.

El grupo dominante asegura su poder mediante la prescripcià³n de normas y leyes y de un aparato jurà­dico y otras instituciones encargadas del control y su ejecucià³n y de su permanencia en el poder .

Por ejemplo, de la necesidad de proteccià³n que tienen en la ciudad los explotadores del trabajo y para asegurar la sumisià³n de los productores en los campos, surge la concentracià³n de fuerzas armadas en la ciudad, asociadas à©stas con el poder civil y las instituciones de la justicia y del castigo. En el campo de la ideologà­a, el grupo que detenta el poder tiene que solidificar la legitimacià³n moral de su dominacià³n y su persistencia. Lo logra difundiendo en la mente de sus súbditos un sistema de ideas y acudiendo a las à³rdenes superiores de supuestas potencias sobrenaturales, a los designios de las divinidades. Con este propà³sito, se transforman en dioses los mitos surgidos de la ignorancia; los hechiceros se vuelven sacerdotes y las supersticiones en religiones, para luego apoyarse y ampararse en ellas el grupo dominante para reforzar su poder. De esta manera las creencias y los ritos mágicos se convierten en instituciones permanentes integradas a los mecanismos de su dominacià³n econà³mica y polà­tica.

Por esta và­a se van concentrando en un mismo lugar todos los instrumentos y mecanismos de control social: de los funcionarios del poder civil, militar, fiscal y tributario, de justicia y de los sacerdotes de la Iglesia. Es cuando en la conquista de Amà©rica por ejemplo se pone la ciudad nuevamente fundada bajo “la proteccià³n” compartida de “ambas majestades, Dios y el Rey”.

Con lo anterior vemos como la tal “ciudad ideal”, democrática a idà­lica, de todos para todos, no es más que un viejo sueño de unos pensadores: desde los filà³sofos griegos hasta los visionarios del socialismo utà³pico. En la realidad, la ciudad es a la vez el modo predilecto de hábitat de las sociedades de clases, atributo indispensable para su existencia y su funcionamiento y para asegurar su persistencia.

Dicho en forma más sencilla, la ciudad nace y prospera con la divisià³n social en clases antagà³nicas, y queda al servicio de una clase para consolidar su dominio sobre las demás.

No obstante, pasando el tiempo y creciendo la sociedad con el desarrollo continuo de las fuerzas productivas, en ella se multiplican los grupos sociales con intereses distintos, muy a menudo opuestos. Eso ocurre tanto en el campo como en las nacientes ciudades, siendo que en estas últimas a la par con el progreso tà©cnico y cientà­fico van surgiendo nuevas divisiones sociales. Con este proceso social, con frecuencia la ciudad se convierte inevitablemente en el sitio de las mayores tensiones y más agudas y persistentes confrontaciones entre clases.

4- Guerra y ciudad

Ahora bien, cuando las contradicciones sociales enfrentan campo y ciudad y cuando los antagonismos alcanzan su mayor agudez, la confrontacià³n acude a las armas y la violencia para su resolucià³n. En estas situaciones, siendo sede del poder civil, la ciudad es igualmente sede de su ejà©rcito. De la ciudad sale el ejà©rcito agresor, pero en otras circunstancias, atacada la urbe se torna refugio, amparo y fortaleza de aquellos que desde las instituciones civiles detentan el poder. Identificada como centro y motor del poder polà­tico, la ciudad se convierte naturalmente en objetivo militar del asaltante en procura de derrocar el poder. Por eso, desde las leyendas bà­blicas y durante milenios, de la ciudad salen las conquistas territoriales o los destructores de otra ciudad; y saliendo de los campos, los contrincantes se dirigen hacia las ciudades y en ellas destruyen los edificios donde opera el poder polà­tico y econà³mico del enemigo. En un caso como en el otro, siempre la dirigencia civil como la poblacià³n civil intervienen en la contienda; bien sea la primera como parte activa en la toma de decisiones desde sus intereses de clases, o la segunda como và­ctima pasiva.

La historia universal nos enseña que en cualquier contienda resulta capital para los beligerantes el papel de la ciudad, tanto como origen del conflicto o como lugar en donde, con su toma se resuelve y termina el conflicto. Con eso queremos decir que son fuerzas sociales urbanas y sus intereses los que decretan y emprenden un conflicto armado; y que à©ste casi siempre termina con la caà­da o la destruccià³n de la ciudad generalmente capital donde se concentrà³ el poder del adversario que se quiere derrocar.

Ilustracià³n de lo anterior es la edad media europea, perà­odo a la vez de urbanizacià³n de la poblacià³n, de concentracià³n del poder en nuevas localidades, y por lo tanto de su conversià³n en objetivo primordial de las fuerzas armadas enemigas. Por eso, durante varios siglos sus necesidades de proteccià³n son los imperativos que dominan el trazado y el diseño de estos nuevos centros urbanos; cercada por una muralla reforzada con bastiones de defensa, la ciudad se convierte en fortaleza. A su vez los atacantes desarrollan la táctica del cerco consistente a aislar a la ciudad de su entorno y de sus fuentes de abasto mediante su sitio, en busca de su rendicià³n por hambre y agotamiento. Asimismo perfeccionan nuevas armas, como la artillerà­a, siempre con mayor alcance, precisià³n y poder destructivo, siendo que se concibe como arma anti material y no anti personal; es decir que más que matar adversarios busca destruir sus fortificaciones. De tal modo que a lo largo de varios siglos la guerra contra la ciudad impone un nuevo urbanismo a impulsa el desarrollo de nuevas estrategias de asalto y de defensa.

Desde siglos atrás y hasta el periodo moderno casi siempre las grandes batallas tienen asociado el nombre de una ciudad. Algunos casos ilustran esta situacià³n. En tres guerras contra Francia (1870,1914,1939), Paris es el objetivo de los ejà©rcitos germanos, mientras Berlin es la meta de los ejà©rcitos franceses. Con la derrota militar francesa, la toma de Paris y la inmediata capitulacià³n del rà©gimen polà­tico, termina la guerra tanto en 1870 como en 1940. El año siguiente los nazis lanzan tres columnas contra Leningrado, Moscú y Estalingrado; ciudades que resisten hasta lograr una poderosa contraofensiva del ejà©rcito rojo, la cual termina con la toma de Berlà­n, donde derroca al poder nazi en 1945. Entonces la Unià³n Sovià©tica habà­a perdido 20 millones de habitantes, en su mayorà­a civiles indefensos y no combatientes.

Igual sucede con las masacres “ejemplares” de la poblacià³n civil de una ciudad enemiga y en la breve historia reciente del fascismo quedan registrados los cruentos bombardeos aà©reos de Guernica (España) Rotterdam (Holanda) Coventry y Londres (Inglaterra) y la destruccià³n de Varsovia (Polonia), con un saldo de más de 300.000 và­ctimas civiles. Estos genocidios de poblacià³n inerme quedarà­an como testimonios de la barbarie nazi.

La destruccià³n innecesaria de Dresden en 1945 por la aviacià³n angloamericana usando bombas incendiarias de fà³sforo, con 20.000 muertos civiles en una noche, ilustra la excesiva rà©plica revanchista de “las democracias”. Más monstruosa aún serà­a el 6 de agosto de 1945 la destruccià³n de Hiroshima por la aviacià³n norteamericana experimentando la bomba atà³mica, con un saldo de 100.000 muertos civiles en pocos segundos. Se repite “la dosis” el 9 en Nagasaki con el declarado propà³sito de aterrorizar al enemigo; con un saldo mayor se consigue el dà­a siguiente la capitulacià³n del ejà©rcito japonà©s.

Más cercano de nosotros está el caso de Panamá, con puerto y canal en la mira de los intereses econà³micos de los Estados Unidos y, de hecho, ocupados repetidas veces por fuerzas militares norteamericanas. Finalmente, en 1902 Theodor Roosevelt derrota el poder de Colombia en el istmo, con la complicidad comprada de media docena de politiqueros locales venales y unos mercaderes; sin mayor dificultad y sin un sà³lo disparo se resolvià³ en la ciudad el rumbo del nuevo paà­s y se amputà³ a Colombia su valioso brazo centroamericano.

En 1959, son tres columnas salidas de las Sierras de Cuba las que convergen hacia la capital para el último asalto; se toman La Habana y el mismo dà­a derrocan la dictadura mafiosa del tà­tere Batista. Asimismo son columnas campesinas las que en 1949 entran en Pekà­n y de una vez ingresan al socialismo. Igual ocurre cuando el ejà©rcito popular vietnamita despuà©s de haber vencido a los invasores japoneses y luego franceses, derrota al ejà©rcito yanqui que huye de Saigà³n con sus tà­teres. Por el contrario en 1973, ante el apoyo popular logrado por Allende en la capital, son columnas militares partidas de las guarniciones provincianas las que atacan Santiago de Chile; sitian, bombardean e incendian el Palacio vuelto sà­mbolo del poder popular y de la resistencia.

Estos pocos ejemplos cogidos al vuelo, unos entre mil no dejan duda alguna sobre el papel primordial de la urbe en la generacià³n y conducta de las guerras, bien sean internas o internacionales.

5- El caso colombiano

Los planteamientos anteriores, por cierto muy generales, sà³lo tenà­an como objeto aclarar el papel asignado a las ciudades en todas las sociedades de clases. Pero dejemos la teorà­a y este corto boceto para verificar que estos principios son aplicables a la trayectoria urbana del paà­s. Ahora es preciso centrar la mirada sobre el caso colombiano y formular preguntas como à©sta:

¿ Acaso fue idà­lico y pacà­fico el proceso histà³rico vivido en la ciudad colombiana?.

Los aconteceres afirman lo contrario; desde la Conquista española hasta este inicio del siglo veintiuno, la misma historia de Colombia es una larga crà³nica de confrontaciones que se originan o culminan en las ciudades. Y desde su misma fundacià³n à©stas estuvieron sumidas en las más agudas confrontaciones originadas en la lucha de clases.

En un breve panorama, es fácil registrar la persistencia histà³rica de múltiples expresiones de la conflictividad social y los antagonismos de clases en la urbe. Asà­ se verifica de paso que el uso de la fuerza ejercida desde la dominacià³n o la protesta, es recurso extremo en la lucha de clases que se libra en el seno de la sociedad.

1. Surgida en medio de una invasià³n armada y de una larga contienda y despuà©s de una matanza, la ciudad de la conquista nace de una guerra de despojo; una expoliacià³n decretada el primer dà­a, pero con visos de legalidad, y pactada con anterioridad en otro lugar del planeta entre un Rey español y “el representante de Dios” en el Vaticano de Italia. Recordemos que los reyes de Castilla se adjudican un continente “Por donacià³n de la Santa Sede Apostà³lica y otros justos y legà­timos tà­tulos”.

Con este feliz acuerdo previo entre Roma y Sevilla, poco despuà©s llegan a las costas unas heterogà©neas tropas de “desesperados” para expropiar a los “ocupantes sin tà­tulos” y tomar posesià³n del “predio”. No llega el ejà©rcito Real de España, sino ejà©rcitos privados enganchados, pagados y armados por financistas que “licitaron” la empresa y son “contratistas” particulares contratados por el Rey; algunos militares de cámara varados en tiempos de paz, soldados sin guerra, una mayorà­a de campesinos y desempleados urbanos, cuando no proscritos o prà³fugos de la justicia, incluso deportados. Son, a la letra, bandas armadas mercenarias e independientes. En rigor, los conquistadores del siglo XVI son “desplazados” y son paramilitares.

Asà­ nacià³ en Colombia la costumbre que hoy persiste de usar ejà©rcitos privados de mercenarios civiles, por parte de los más pudientes. Con eso se verifica que el despojo territorial por agresià³n armada es una vieja costumbre integrada a la lucha de clases, que su instrumento operativo siempre fueron los ejà©rcitos privados y que à©stos siempre estuvieron al servicio de los que los podà­an financiar.

2. Se expropian los campesinos aborà­genes para fundar los primeros enclaves costeros, las ciudadespuertos, núcleos de la fuerza y del poder, de la cruz , la espada y el papel sellado, poblados por soldados y clà©rigos.

Previamente expulsados o aniquilados los habitantes, el ceremonial de fundacià³n consiste en realizar las diligencias de expropiacià³n, de “traspaso” y cambio de propiedad y de toma de posesià³n. Al finalizar el rito y las indispensables misas, despuà©s de la sangre de los masacrados derramada sobre el suelo, corre sobre los tà­tulos de las escrituras la tinta de los escribanos. La ciudad se define explà­citamente por parte de sus gestores como el lugar del ejercicio de la fuerza, del poder militar; se identifica directamente como sitio del castigo del delito. Es la sede de concentracià³n del Estado y del Poder “de ambas majestades” Dios y el Rey. Es sitio que debe inspirar terror y asegurar una obediencia absoluta en todo el territorio sometido.

“Son las ciudades que se fundan, la seguridad de los reinos adquiridos (entender: territorios conquistados), por ser el centro donde se recoge (concentra) la fuerza para aplicarla a la parte que más necesita de ella”, declara el capitán paramilitar Benalcazar.

Es desde su fundacià³n un lugar en dà³nde se ejercen diversas formas de dominio y de represià³n; están las cárceles para castigar a los cuerpos y el templo para castigar a las mentes, el cuartel de la tropa, el fisco de la Hacienda Real, las casas del cabildo, las instituciones de las condenas y de las sanciones y en el centro de la Plaza Mayor, cercano a la cruz, se plantà³ el “árbol de justicia”, el rollo del suplicio. El castigo del delito se ejecuta en público para ser ejemplar, para aleccionar a los demás y ser demostracià³n espectacular de la fuerza del poder Real y de sus instituciones.

3. La plaza es el centro de la ciudad, su primera expresià³n, es su punto de partida y determina el trazado y la direccià³n de su expansià³n futura. Fue prescrita en España en un reglamento que los capitanes españoles llevan con el contrato del monarca.

Es forma material, cuadrada, con diseño, con medidas y tamaño, y concebida pare recibir determinadas edificaciones. Pues esta forma obedece a un contenido, siendo que es centro del poder y de sus diversas expresiones, con su papel privilegiando las paradas militares, las procesiones religiosas y el castigo de los malhechores y de los rebeldes. Eso se complementa con la asignacià³n exclusiva de sus costados a determinadas funciones y edificaciones: el templo, casa cural y cementerio, el cuartel, la cárcel, el cabildo, la hacienda real, la casa del capitán o del Gobernador. Asà­, separados pero agrupados y prà³ximos, se concentran alrededor de la plaza y en forma amenazante los poderes de “ambas majestades”. Con lo anterior se verifica el doble papel de la ciudad: concentracià³n de los mecanismos del poder, y sitio desde el cual se expande à©ste para dominar las riquezas de un amplio territorio, sus recursos naturales y su explotacià³n mediante la mano de obra de su poblacià³n. Asimismo en cualquier sociedad, las fuerzas sociales que alcanzaron el poder organizan la ciudad, desde la asignacià³n de los espacios hasta la localizacià³n de los atributos y artefactos arquitectà³nicos, para un à³ptimo ejercicio del poder.

4. Pronto las riquezas potenciales generan una codicia que desgarra el campo de los invasores. A los soldados pobres suceden los inversionistas y sus rivalidades convierten sus llamadas “ciudades” en campos de batallas. En estos antagonismos entre invasores desaparecen las ciudades de Urabá y sus efà­meros fundadores de la primera ola de fundaciones costeras entre 1509 y 1535. Asimismo, la resistencia aborigen identifica de inmediato la ciudad como la fortaleza de sus enemigos y la sede de sus desgracias. Los habitantes atacan los puertos costeros; los precarios caserà­os de bahareque, guadua y paja resultan quemados y arrasados antes de su consolidacià³n y construccià³n en forma definitiva. A su vez, los españoles sitiados en Santa Marta se esfuerzan para destruà­r en sus alrededores los bastiones urbanos de la resistencia nativa; los asaltan, saquean sus graneros y los incendian. Desaparecen Bonda, Posigueica, otros asentamientos vecinos al puerto. Las ciudades, tanto de los nativos como de los invasores, son lugares de guerra, son campos de batalla, son decisivos sitios de derrotas y victorias.

5. Hacia 1535 se inicia la segunda etapa de la arremetida hispánica, caracterizada por la penetracià³n continental, y cada fundacià³n urbana exige la destruccià³n previa de los asentamientos aborà­genes aledaños; bien sea en Bogotá, en Tunja o en Popayán. La ciudad española surge sobre las ruinas humeantes y desiertas de la ciudad americana.

En esta fase de la carrera alocada oponiendo bandas mercenarias recorriendo el paà­s y dedicadas al pillaje, se agudizan los antagonismos entre capitanes de pandillas, las rivalidades entre à©stos y sus propias tropas y cada à­nsula urbana española se convierte en centro del conflicto de poder y de preeminencia. De la guerra interna entre conquistadores en procura de riquezas, mercedes reales y gobernaciones, algunos centros salen fortalecidos; otros desaparecen o son trasladados por el vencedor en la contienda.

Por otra parte, la contra ofensiva aborà­gen sigue acosando los bastiones urbanos españoles y en distintos momentos y circunstancias aniquilan a Buenaventura, Santa Marta, Timaná, Buga, Caloto, Toro, Ibaguà©, Neiva, entre otras. No se equivocan en esta estrategia: destruà­da su ciudad, se marcha el español y desaparecen para siempre sus apresurados asentamientos de Tudela, Leà³n, Málaga, Trujillo, San Miguel, Cáceres, San Sebastián de la Plata y San Vicente, San Juan de los Llanos, Nirúa o Victoria.

Se retomarà­a más tarde esta exitosa táctica de acoso a los asentamientos enemigos y entre 1598 y 1604 el campesinado indoamericano sitia o asola a todos los centros del poder español en la regià³n central; Ibaguà©, Caloto, Buga, Arma, Caramanta, Toro, Anserma y Cartago, lo mismo que nuevamente el puerto, (entonces fluvial) de La Buena Ventura.

Durante los siglos XVII y XVIII, de las primeras ciudades salen las expediciones militares para ampliar los territorios conquistados: en Cartago, Buga, Cali y Popayán se reclutan las tropas para la conquista del Chocà³ y sus riquezas minerales.

En la provincia de Cartagena, la milicia oficial y los ejà©rcitos privados y paramilitares de los latifundistas actúan de concierto para imponer la fundacià³n de un pueblo nuevo con curato, a donde deportar el campesinado minifundista regado en los montes. Durante más de medio siglo, entre 1730 y 1780, desde Sincelejo y Monterà­a hasta las estribaciones de la Sierra Nevada, más de setenta caserà­os pajizos hoy ciudades populosas algunas surgen de la arbitrariedad oficial, de los atropellos de la milicia y de la deportacià³n es decir del “desplazamiento forzado” de la poblacià³n civil nativa.

Pero tambià©n en las poblaciones del oriente (como son Tunja, San Gil, El Socorro, Charalá, Simacota), del proletariado urbano del algodà³n o del tabaco nacen hacia 1780 los primeros brotes de protesta contra la tributacià³n impuesta por los colonialistas españoles. Unificado y armado el movimiento, Santa Fe de Bogotá es su objetivo. El movimiento se riega, llega a Mariquita, Cúcuta, Pasto, Barbacoas, Tumaco.

De las guerras de independencia destacan las batallas de toma y retoma de Santa Marta por los cartageneros; el sitio y la destruccià³n de Cartagena en 1815, donde reina una hambruna y unas epidemias que diezman la poblacià³n civil, con un saldo de 7.000 habitantes muertos; en 1822 las tomas de Pasto con matanzas de la poblacià³n civil, los vencedores considerando a “todo el pueblo de Pasto como prisionero de guerra” (S. Bolà­var).

6. Se abre luego el largo ciclo de las contiendas internas entre las clases dominantes enfrentadas en torno al poder, que solo terminarà­an en 1902. Durante ochenta años, en el transcurso de innumerables batallas muchas poblaciones son tomadas por la tropa, a veces incendiadas y destruidas. Se generalizan los atropellos contra los habitantes; la crueldad y las masacres de la poblacià³n inerme son la regla en todas las “guerras civiles” del siglo XIX enfrentando entre si las oligarquà­as regionales. El episodio de la toma de Cali en 1876 por “los revolucionarios” y de la matanza de las familias conservadoras más adineradas, es apenas un ejemplo entre cien de estas atrocidades.

Tambià©n se inaugura la incorporacià³n forzada de la poblacià³n en los conflictos. Los latifundistas vueltos “generales” por decisià³n propia, reclutan a la fuerza sus propios peones, que llaman “los voluntarios”. Por igual se integran niños a la milicia y al combate; mujeres encargadas de la intendencia (“las juanas”), cargando ollas y abastos acompañan la soldadesca. A veces, frente al enemigo la tropa se esconde detrás del escudo humano de la poblacià³n civil.

7. Encontramos sin siquiera buscarlos, desplazados y ejà©rcitos privados, en las “reducciones” en Boyacá desde el siglo XVII y la conquista del Chocà³, en la Costa del siglo XVIII, en todo el Magdalena Medio durante el siglo XIX y sus cien años de guerras civiles. Asà­ nace el “Puerto de Santander” como bodega de un negociante alemán, en donde se morà­an de paludismo unas prostitutas desterradas a la fuerza desde Và©lez o El Socorro y deportadas manu militari. Cien años más tarde este caserà­o se convierte en Barrancabermeja, con otras olas sucesivas de desterrados. En el Cauca de 185354, a raà­z de la abolicià³n de la esclavitud y todavà­a en 1920 y luego en 1948, latifundistas esclavistas o sus nietos expulsaban con sus bandas o en asocio con el ejà©rcito nacional, los ex esclavos vueltos colonos del norte caucano.

Mientras tanto, en una a otra comarca se sucedieron las “guerras privadas” provocadas por los empresarios muy a menudo extranjeros de la quina, del caucho de la tagua o del petrà³leo. El “desplazamiento” originà³ gran parte del proceso territorial y urbano de la colonizacià³n de baldà­os cordilleranos durante el siglo XIX y hasta 1930, con la materia prima de legiones de desterrados y prà³fugos. En el triángulo cafetero central y hasta el Sumapaz, una verdadera guerra agraria de clases enfrenta al campesinado con usurpadores de tierras y prolongados conflictos ampliamente documentados envuelven la fundacià³n de Manizales, Pereira, Calarcá, Salento, Armenia, Caicedonia o Sevilla, entre muchos centros urbanos. En no pocas contiendas intervienen bandas armadas por los terratenientes y en ciertos casos con apoyo de la guardia departamental o del propio ejà©rcito nacional. A la vuelta del siglo 20 el escenario se amplia con las contiendas por el petrà³leo que libran un”general” Barco en el Catatumbo, un De Mares en el Opà³n – Carare; incluso en 1920 entre petroleras extranjeras enfrentadas en San Vicente de Chucurà­. Y cuantas más… En definitiva la asociacià³n para el despojo y el destierro entre Estado y ejà©rcitos privados paramilitares más que una novedad es una vieja “tradicià³n” nacional.

8. Párrafo particular merece la ola de fundaciones nacidas de la gran epopeya campesina de la colonizacià³n popular de los baldà­os de vertientes en las tres cordilleras. Cubre, en tà©rminos generales, el perà­odo 18301940. De la gesta campesina surgen centenas de pueblos nuevos; pero cada poblacià³n nueva nace en medio de una variada gama de convulsiones y conflictos nada pacà­ficos, incluso armados.

En el triángulo cafetero central una verdadera guerra de clases enfrenta el campesinado con usurpadores de tierras y prolongados conflictos envuelven la fundacià³n de Manizales, Pereira, Calarcá, Salento, Armenia, Caicedonia o Sevilla, entre muchos. En algunas de estas contiendas intervienen bandas armadas por los latifundistas y en ciertos casos las guardias departamentales o el propio ejà©rcito nacional.

En Manizales surgiendo con sus primeras chozas pajiza, los usurpadores y sus bandas amenazan con el incendio del poblado y los colonos replican asesinando al latifundista que pretendà­a su desalojo. En 1861 vuelta plaza fuerte fronteriza entre los Estados Soberanos del Cau-ca y de Antioquia, es lugar de una batalla entre caucanos y antioqueños. Asimismo, apenas naciente el puerto de Buenaventura es objetivo militar e incendiado en 1861, y afectado nuevamente durante las siguientes guerras internas hasta 1902. En Pereira, hacia 1870 la primera contienda de intereses entre especuladores ausentistas radicados en Bogotá y colonos, adquiere luego claros rasgos de enfrentamiento racial entre los “negros del Valle” y los “blancos antioqueños”. En Sevilla (Valle) entre 1900 y 1910, los campesinos se enfrentan a pudientes polà­ticos y estadistas usurpadores, quienes para contrarrestar esta fundacià³n se apresuran a fundar Caicedonia, donde enseguida nombran autoridades de policà­a. El conflicto original entre ambas, ahora con rostro polà­tico, se llenarà­a de sangre en las dà©cadas de 1950 y 1960. Hechos similares llenan las crà³nicas de las luchas campesinas del Sumapaz, del Tolima o del Cauca en los años 20 y 30, y culminan en los años 50 con los asaltos de las bandas chulavitas y de las tropas mandadas por el gobierno desde Bogotá.

9. Mientras tanto, a la vuelta del siglo 20 se registran los primeros sà­ntomas de industrializacià³n en los más importantes centros: Bogotá, Barranquilla, Medellà­n y algunos años más tarde en Cali. Con el nacimiento de la industria fabril y de un proletariado, es con nuevos actores, el patrà³n y el obrero, que se abre entre 1910 y 1920 un nuevo escenario urbano para las confrontaciones clasistas: la fábrica. Asimismo, a partir de 1910 (por ejemplo en Barranquilla) el sindicalismo orienta muchas protestas populares cuando van brotando los primeros conflictos especà­ficamente urbanos enfrentando la poblacià³n y el gobierno de las ciudades.

Como era de esperar muchos de los paros tendrà­an un desenlace sangriento siendo que se generaliza en los años diez y veinte el recurso a la tropa para resolver las protestas populares o laborales urbanas; en Barranquilla contra los braceros portuarios, en Cartagena y Bogotá contra los artesanos; en Girardot contra las escogedoras de cafà©, los braceros del puerto y el proletariado de la navegacià³n fluvial; en Medellà­n y Bello contra los trabajadores del textil; en Armenia y Manizales contra las obreras de las trilladoras; en Pereira y en Buenaventura contra las cuadrillas de peones construyendo el ferrocarril; en Puerto Tejada, apenas fundada y tan pronto ocupada por un destacamento del ejà©rcito a-cuartelado en Cali y solicitado por los latifundistas de la comarca; en Barrancabermeja, con reiterada intervencià³n militar para proteger las instalaciones extranjeras contra el proletariado colombiano y con igual ferocidad en las plazas de Cià©naga o de la capital.

La matanza de Bogotá contra los artesanos sastres en 1919, aquella de los huelguistas de la United, en la plaza de Cià©naga en diciembre de 1928. Es de recordar que en junio de 1929 la corrupcià³n generalizada de la administracià³n municipal bogotana genera unas jornadas de protesta; el gobierno acude a la tropa y varias và­ctimas quedan tendidas en la avenida sà©ptima de la capital.

Mencià³n especial merecen enfrentamientos eminentemente clasistas entre las masas populares y la arrogante minorà­a que maneja cada ciudad. Resulta ejemplar en este sentido la beligerante protesta del pueblo caleño contra los grotescos carnavales de la insolente oligarquà­a en la Navidad y Año Nuevo de 1923; tomando, destruyendo y quemando su club. Llamada la tropa, fusila sin contemplacià³n la muchedumbre, a una cuadra del parque.

Paralelamente, con la primera ola de modernizacià³n de las ciudades, tambià©n se reorganiza el ejà©rcito colombiano, asesorado por sucesivas misiones militares extranjeras. Se fortalecen los aparatos militares y policiales de control y represià³n a la poblacià³n urbana. Es cuando para lograr la eficiente represià³n de las protestas (y no en defensa de las fronteras nacionales), se multiplican las guarniciones urbanas del ejà©rcito. Mientras la oligarquà­a va cediendo pedazos del territorio nacional a los paà­ses vecinos, el Ministerio de Guerra elabora un primer manual de guerra interna. En 1929, la Revista Militar del Ejà©rcito toma como ejemplo el aniquilamiento de la revolucià³n espartakista en Alemania, en 1918 y 1923, y en Lituania contra los “bolcheviques”. Su objetivo es la instruccià³n de la oficialidad y su preparacià³n para los combates callejeros y la toma de la plaza mayor ocupada por “los revoltosos”. Con varios planos ilustrando la progresià³n de unas columnas militares, promueve un reglamento y unas instrucciones tácticas de “Accià³n de las tropas ante un movimiento subversivo urbano”. Se prescribe el uso de los tanques, de piezas de artillerà­a y de nidos de ametralladoras en los techos, para la “lucha en el interior de las ciudades”. Retomando las enseñanzas de la derrota de la Comuna de Paris, la artillerà­a no apunta hacia afuera contra el ejà©rcito extranjero invasor, sino hacia adentro y contra “el enemigo interno” o “los sublevados”: la poblacià³n civil.

10. Tampoco serà­a idà­lico el nacimiento de los centros de enclaves extranjeros y en varios casos los inver-sionistas beneficiados con concesiones exigen del gobierno central la intervencià³n de la fuerza pública para desalojar los caserà­os nativos situados en las concesiones. Asà­ ocurre en la regià³n de Timbiquà­ entre 1910 y 1930, con varios poblados de campesinosmineros amenazados por un pudiente consorcio minero francobritánico.

Además, las empresas foráneas, enseguida crean una localidad dual y segregada, donde reina la desigualdad y la injusticia. En plena selva chocoana la compañà­a minera norteamericana Choco Pacà­fico Gold Mine, aà­sla con malla el confortable campamento de su personal extranjero en Andagoya; del otro lado del rà­o, en Andagoyita, quedan las chozas de los trabajadores nativos. Conflictos laborales, sociales a interà©tnicos y raciales entre ambas comunidades, perdurarà­an durante medio siglo.

Tambià©n es con malla de alambre de púas que la United Fruit rodea sus instalaciones administrativas, portuarias y ferroviarias de Santa Marta y sus campamentos bananeros de Sevilla, Orihueca o Cià©naga, donde en 1928 acude al ejà©rcito nacional para “restablecer el orden público” fusilando la poblacià³n civil durante una manifestacià³n de huelguistas. En Barrancabermeja y desde la Independencia, para “limpiar” el sitio de un nuevo puerto fluvial, los comerciantes y politiqueros santande-reanos tuvieron primero que aniquilar los últimos núcleos yariguies, con ayuda de bandas armadas, de los misioneros y de repetidas expediciones del ejà©rcito nacional. Asà­ nacà­a el Puerto de Santander como bodega de un negociante alemán y burdel para marineros, en donde se morà­an de paludismo unas prostitutas desterradas manu militari desde El Socorro, y confinadas allà­ a la fuerza. De estas arbitrariedades y atropellos, iba surgiendo hacia 19001915 un corto caserà­o de chozas pajizas.

A partir de 1917, la Tropical Oil Company de los Estados Unidos construye al frente del misà©rrimo poblado pajizo una ciudad extranjera moderna, enmallada, completamente segregada e “incontaminada”. Por orden de la empresa, los policà­as colombianos prohà­ben a los moradores colombianos la circulacià³n pública por unas calles cercanas aduciendo que”no es territorio colombiano”. Al poco tiempo la protesta unida de los habitantes y trabajadores nativos provocaba las primeras huelgas urbanas masivas y anti imperialistas del naciente proletariado industrial. Tambià©n serà­a innovadora la rà©plica del poder; apenas fundada Barranca en 1922, para garantizar la exportacià³n del petrà³leo el ejà©rcito inauguraba ametralladoras Browning y cañoneras recià©n importadas. Una ciudad recià©n nacida y que no pasaba de 5.000 habitantes, tenia el “privilegio” de ser el lugar más militarizado del paà­s; armada y policà­a fluvial, guardia departamental, policà­a local y un batallà³n del ejà©rcito nacional traà­do desde Bogotá, rodean y amparan la refinerà­a de la Tropical y la ciudadela extranjera, tanto en el puerto como en El Centro.

La primera huelga de octubre de 1924 se desarrolla en una atmà³sfera de violencia. Concluye con la expulsià³n por la empresa y la deportacià³n por el ejà©rcito, de los là­deres obreros, dejando además un discutido saldo de muertos. Algo igual ocurre durante las huelgas de 1.927 y 1.930. Con el paro de abril de 1938, el ejà©rcito ocupa la ciudad nuevamente y dispara una vez más durante una manifestacià³n de los huelguistas.

11. Diez años más tarde, el 9 de abril de 1948 el pueblo bogotano ataca e incendia los bastiones de la oligarquà­a en el centro de Bogotá . No tarda la rà©plica del poder a las lecciones del 9 de abril y son gobiernos militares (Rojas Pinilla y luego la Junta Militar) que levantan en 1957 un nuevo plano de urbanismo para diseñar una ciudad sitiada y completamente militarizada.

Un anillo vial en media luna rodea la ciudad, unido en sus extremos norte y sur a una và­a mirador alta en los cerros. Un eje radial rápido une el centro (Palacio, embajadas y ministerios) con un nuevo centro de mando militar en el CAN y el nuevo aeropuerto internacional y militar. Sobre estas arterias rápidas se emplazan todas las guarniciones y bases de las fuerzas armadas (infanterà­a, artillerà­a, blindados, Armada, Fuerza Aà©rea, Escuelas militares, etc), sus instalaciones de telecomunicaciones y de Intendencia y el “tejido” de los cuarteles de la policà­a.

Los fines antipopulares de esta concentracià³n bà©lica se evidenciarà­an durante medio siglo, y hasta hoy, contra “el enemigo interno”. Particularmente en las numerosas batallas entre “la guardia pretoriana” del poder y los destechados reivindicando su derecho a la ciudad y la vivienda; y para eso multiplicando las prácticas populares de expropiacià³n de los latifundistas y especuladores urbanos anclados en las esferas del poder.

En el momento de cerrar este texto, en Armenia en gran parte destruida, primero que la ayuda oficial llegà³ la represià³n del Estado; los damnificados hambrientos y esperando arroz y azúcar, de los aviones ven bajar tropa. Al dà­a siguiente, perseguidos en medio de las ruinas, antes que comida reciben bala.

6- Conclusiones

A) Con este rápido viaje a travà©s del paà­s y su transcurrir, por incompleto que sea se evidencia mediante la verificacià³n de su persistencia histà³rica que la conflictividad urbana de clases, más que una novedad es una vieja “tradicià³n” en Colombia. No es de sorprender, pues allà­ estaban no solamente los gobernantes sino tambià©n los medios de su dominacià³n, las instituciones, las leyes y las armas; que operen à©stos en los campos o en la ciudad, eso resulta del surgimiento o de la decadencia de los diversos escenarios naturales o de los hábitats humanos en un momento a otro y de la organizacià³n territorial promovida por la economà­a y desde el poder. Es dirà­amos, un detalle; lo que importa es esa insistencia; esta constancia que bien se parece a una ley intrà­nseca del desenvolvimiento de la ciudad .

Nuestros estudios evidencian que siempre alguna forma de conflagracià³n de clases preside, acompaña o instrumenta el paso de una formacià³n socio espacial a otra. Se enfrentan fuerzas sociales opuestas, bien sean segmentos o clases; unas intentan mantener lo que existe y chocan con otras que tratan de apoderarse del espacio y de promover el cambio. Surgen tensiones e invariablemente culminan agravadas y con un conflicto abierto, seguido por atropellos y arbitrariedades; cuando no una agresià³n acudiendo a las armas. Inclusive se podrà­a considerar el estallido de una pugna en un determinado lugar del territorio, como indicio de una crisis social aguda antecediendo o acompañando una mutacià³n y el paso de una formacià³n socio-espacial a otra.

B) Por ser el lugar de máxima concentracià³n y densidad de grandes cantidades de moradores en contacto permanente en un ámbito espacial relativamente pequeño, por la extrema segmentacià³n laboral y divisià³n social de ellos, sus relaciones diarias obligadas, sus inevitables nexos de solidaridad para la supervivencia primaria y sus numerosos và­nculos de dependencia mutua, la ciudad es reconocida como el habitat más social que se conoce. Es por lo tanto el más conflictivo y el foco de mayor exasperacià³n y agudizacià³n de todos los antagonismos y contradicciones entre grupos a individuos.

C) La trayectoria del desarrollo socio-territorial del paà­s se caracteriza hoy por un cambio radical en la localizacià³n de la poblacià³n, la cual sigue saliendo expulsada de los campos para concentrarse en el sistema urbano. Con esta tendencia y la permanente polà­tica de destierro, desde los años cuarenta se fue transfiriendo paulatinamente a la ciudad la mayorà­a de las convulsiones de la sociedad colombiana. En la dà©cada del 60, poco a poco la conflictividad tradicional rural iba mermando; pero no por extincià³n de motivos o protagonistas, sino por el traslado urbano de ambos componentes. Simultáneamente, con los cambios de hábitats surgà­an nuevas patologà­as eminentemente urbanas e iba creciendo la conflictividad social en la totalidad de la red urbana nacional.

Con el continuo à©xodo masivo de poblacià³n rural expulsada por la oligarquà­a durante cinco dà©cadas y el incremento rápido de la masa demográfica urbana, este fenà³meno de desalojo sà³lo logrà³ desplazar los choques entre clases, desde los caminos hacia las calles y desde las veredas hacia los barrios. La ciudad se convirtià³ ineludiblemente en el escenario principal de la máxima confrontacià³n social y de la más aguda lucha de clases. Se habà­an urbanizado la conflictividad y la insurgencia sociales. De tal modo que el siglo que se inicià³ con una cruel guerra social en campo abierto termina con otra más cruel aún y que ingresà³ a los recintos urbanos.

D) Del mismo desenvolvimiento especà­fico de la sociedad urbana, van surgiendo de un centro a otro, en distintas à©pocas, diversos factores y novedosas modalidades de confrontaciones colectivas. En este sentido, la guerra intra urbana es quizás la máxima exacerbacià³n y agudizacià³n de la lucha de clases, cuando las contradicciones sociales y la confrontacià³n entre clases antagà³nicas no tienen más salida para su resolucià³n que acudir al uso de la fuerza y de las armas.

Siempre es la clase en el poder aquella que origina la guerra, la decide, la organiza y la maneja. Su ejà©rcito no es más que la guardia pretoriana de los privilegios de la oligarquà­a; una guardia de civiles armados obligados a defender la clase en el poder. Ese es el origen y el papel de su ejà©rcito.

7- Epà­logo

“Está llegando la guerra a la ciudad” gritan estos dà­as unos banqueros histà©ricos y sus perros pastores . Refugiados en una cà³moda amnesia, quieren olvidar que desde siglos atrás la violencia de clase acompañà³ el nacimiento y la trayectoria de la ciudad colombiana. Convencidos de su impunidad, nunca pensaron que la guerra, la muerte y la destruccià³n que tan fácilmente siembran por los campos colombianos, algún dà­a tocarán a su puerta… R

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